sábado, 25 de marzo de 2017

De Lectura: Libro Al Servicio de la Música

Recientemente terminé de leer "Al Servicio de la Música", libro de Eusebio Ruvalcaba, quien tristemente falleció hace muy poco. Estuve investigando sobre su bibliografía, ya que los artículos de su autoría que he leído me han gustado mucho; encontré un libro de cuentos sobre música y músicos y bueno lo pude conseguir en formato no electrónico (no me gustan para nada los libros electrónicos, aunque hay veces que no queda de otra para poder llevar a cabo una lectura interesante). El libro me ha gustado mucho son cuentos muy pequeños en total 29, que están divididos entre los que están dedicados a figuras históricas de la música  y otros cuyos protagonistas viven por y para la música, me atrevería a pensar que algunos son más bien anécdotas, leí sobre Beethoven, Schumann, Mozart, Bach y por supuesto uno dedicado a mi amor Chopin.

Antes de compartirles el texto dedicado a Chopin, también quiero incluir en esta entrada un párrafo de Don Eusebio que se lee en sus Palabras introductorias de su libro: 
"el artista dedicado a la música no puede dejar de lado su cometido de conmover. Que en igual medida habría de distinguir a quien se dedica a las letras".

Ahora sí el cuento ¡Disfruten!:

El ángel guardián
Para Carlos Vázquez

En el lecho de muerte, apoyada su espalda en un almohadón de plumas, con el rostro aún más pálido que el de un cadáver, los ojos inyectados de una bruma que sólo era capaz de traspasar un inusitado brillo, como si del fondo de sí mismo se atisbara un rayo de luz, Frederick Chopin se enjugó un hilillo de sangre que le resbalaba por la comisura luego de la última hemorragia, la segunda de esa mañana, y que le habría impedido hablar con claridad. Porque siempre le había molestado que no se hablara con la prosodia adecuada como si hablar mal fuera un vicio; alguna vez le confesó al amor de su vida: George Sand  -novelista que ciertamente tenía por las palabras una preocupación que iba mucho más allá de lo esperado-, que atropellarse al hablar era una de las muchas formas de vulgaridad. Y nadie tan enemigo de lo prosaico como él mismo, para quien el espíritu de fineza vuelto música era como su piedra de toque al momento de componer.

-Hoy es cumpleaños de mi hermano- le dijo su viejo amigo, el sacerdote Alexander Jelowicki-, y quiero que me des algo para él.

-Ya di todo lo que podía dar- respondió Chopin, haciendo un esfuerzo por no toser y por pronunciar cada palabra con todas sus letras, de tal modo que su interlocutor entendiera perfectamente lo que estaba diciendo-, hasta mi corazón lo tengo dado.

En efecto, acaso un par de horas antes, abrumado por una hemorragia que se presentó en modo de ráfaga y que lo había dejado exhausto., Frederick había pedido pluma y papel -justo la pluma que habitualmente tenía a la mano, por si sobrevenía alguna idea que fuera preciso apuntar-, y había escrito: “Como esta tos acabará ahogándome, los convoco a que abran mi cuerpo para que no me entierren vivo y que mi corazón sea extraído y llevado a Varsovia”. Puso este mensaje en la mano de la condesa Delfina Potocka, quien había acudido desde Niza para despedirse del hombre Chopin -y a quien él había dicho: “Por eso Dios tardaba tanto tiempo en llamarme ante su presencia. Quería, por último, proporcionarme el placer de volverte a ver. No podría aspirar a más”.

-Hay algo que puedes darme… -insistió el padre Jelowicki. Amigos desde la juventud, los dos llevaban muy en alto la sangre del pueblo polaco. Cada uno desde su trinchera, no perdían oportunidad de evocar la gloria de esa gran nación, así como la opresión de que era pasto. En el caso de Chopin, su padre se había encargado de mantener encendida en su hijo la llama del patriotismo. Y de ahí en adelante cada vez que los dos amigos se reunían, hablaban de su patria con ardor y entusiasmo. Eso los mantenía unidos aún más que las aventuras que habían vivido de adolescentes.

-No hay nada más que pueda dar a los hombres. He vaciado en mi música todo lo que estaba en mi mano. En esta mano.

Entonces, haciendo acopio de una fuerza inusitada -que provocó la admiración del padre Jelowicki-, levanto su mano hasta que la articulación entre brazo y antebrazo quedó a la atura de sus ojos. Con esa mano había escrito toda su música. Con esa mano había descubierto una veta musical y revolucionado el arte del teclado.

-Puedes darme tu alma.

-Es decir, ¿entregar mi alma a Dios?

-Así es.

-Siempre quedará algo por darse -dijo Chopin mientras contemplaba con tristeza infinita sus manos-. Uno pensaría que al momento de morir por fin se acabaron las cuentas pendientes. Pero  no es así. Aunque después del alma, ya no hay nada que dar.

-Pues procedamos.

En tanto el padre Jelowicki preparaba sus objetos sagrados para aplicar la extremaunción, el pianista y compositor cerró los ojos.  Se vio de niño, corriendo en un claro del bosque. Sus padres lo observaban de lejos, ella tomada del brazo de él. Había nevado, y de pronto, en aquella superficie tan blanca que hería la vista, distinguió el movimiento casi imperceptible de un pajarillo que inútilmente se esforzaba por levantar el vuelo. Se acercó, lo cargó y lo puso junto a su corazón para darle calor. Cuánto ímpetu, cuánta voluntad por vivir había en ese pequeño e insignificante ser.  Cada partícula de su cuerpo luchaba por ese aliento de supervivencia que impele a los seres vivos. Con sus manos enguantadas, el niño lo frotaba, o bien lo aproximaba a su boca y trataba de calentarlo con oleadas de vaho tibio y vibrante de vida. De repente, en un instante que juzgó él prodigioso, el pajarillo se armó de valor, desplegó las alas y emprendió el vuelo.

Pero vio más.

Se vio en un carruaje, al lado de su querido y admirado Felix Mendelssohn Bartholdy, en un viaje entre París y Lyon. Caía una lluvia torrencial, y los dos amigos compartían una buena tanda de vino Rotschild, que Mendelssohn se había encargado de adquirir por una cantidad estratosférica -no había poder humano que lo hiciera desistir cuando se proponía cumplir algún capricho, y más aún si iba de la mano del placer-, y cuyas botellas destapaba con un sacacorchos de mango de marfil adornado con una esmeralda, “que alguna vez estuvo entre las piernas de una mujer”, comentaría Felix Mendelssohn en uno de los arranques provocadores que tan bien definían su personalidad. Los guiaba en este viaje un cometido singular, para el cual se habían preparado a conciencia: asistir a un concierto que daría Franz Liszt, y en el cual tocaría las últimas sonatas de Beethoven, hazaña que nadie se atrevía a llevar a cabo por considerarse esas obras extremadamente difíciles y áridas, tan incomprensibles para la mayoría. Se vio, pues, sorbiendo aquel vino hasta la embriaguez. Pero entonces sucedió un acontecimiento inesperado: se rompió el eje trasero del carruaje lo que detuvo violentamente el vehículo y obligó a los pasajeros a apearse. Cubiertas sus espaldas con una capa impermeable, de pronto Mendelssohn y Chopin se encontraron cara a cara bajo aquella tormenta; y ahí, en ese momento y en ese lugar, con el agua que resbalaba por sus ojos, Chopin tuvo una revelación que no lo abandonaría jamás: distinguió en el rostro perlado de Mendelssohn el aura inconfundible de la muerte. Apenas un año mayor Mendelssohn -y a la inversa de Chopin, dueño de una salud portentosa-, sin embargo vio cruzar una sombra siniestra en esos rasgos  finos y delicados de su amigo alemán; en efecto, moría al poco tiempo, antes que Frederick. Por las gotas de lluvia que resbalaban en su cara, Mendelssohn no distinguió las lágrimas de su amigo.

Cuando el padre Jelowicjki terminó el sacramento, una sensación de pesadez cayó como un manto negro en todos los que se encontraban en la habitación. Nadie se atrevía a mover un músculo. Chopin volvió en sí -aquellas evocaciones lo habían turbado sobremanera-, y le dijo a su amigo el sacerdote: “Gracias. Garcias a ti no moriré como una bestia”.

Enseguida pidió escuchar un poco de música. La música, ése su ángel guardián.

En cuanto esta gripe inmunda me abandone (y por ende la medicina que me tiene medio dopada y soñolienta)  prometo reanudar la vida de George Sand para alcanzar el punto que llevo de la biografía de Chopin y así continuar conociendo más de mi músico favorito.

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