Recientemente terminé de leer "Al Servicio de la Música", libro de Eusebio Ruvalcaba, quien tristemente falleció hace muy poco. Estuve investigando sobre su bibliografía, ya que los artículos de su autoría que he leído me han gustado mucho; encontré un libro de cuentos sobre música y músicos y bueno lo pude conseguir en formato no electrónico (no me gustan para nada los libros electrónicos, aunque hay veces que no queda de otra para poder llevar a cabo una lectura interesante). El libro me ha gustado mucho son cuentos muy pequeños en total 29, que están divididos entre los que están dedicados a figuras históricas de la música y otros cuyos protagonistas viven por y para la música, me atrevería a pensar que algunos son más bien anécdotas, leí sobre Beethoven, Schumann, Mozart, Bach y por supuesto uno dedicado a mi amor Chopin.
Antes de compartirles el texto dedicado a Chopin, también quiero incluir en esta entrada un párrafo de Don Eusebio que se lee en sus Palabras introductorias de su libro:
"el artista dedicado a la música no puede dejar de lado su cometido de conmover. Que en igual medida habría de distinguir a quien se dedica a las letras".
Ahora sí el cuento ¡Disfruten!:
El ángel
guardián
Para Carlos
Vázquez
En el lecho
de muerte, apoyada su espalda en un almohadón de plumas, con el rostro aún más
pálido que el de un cadáver, los ojos inyectados de una bruma que sólo era
capaz de traspasar un inusitado brillo, como si del fondo de sí mismo se
atisbara un rayo de luz, Frederick Chopin se enjugó un hilillo de sangre que le
resbalaba por la comisura luego de la última hemorragia, la segunda de esa
mañana, y que le habría impedido hablar con claridad. Porque siempre le había
molestado que no se hablara con la prosodia adecuada como si hablar mal fuera
un vicio; alguna vez le confesó al amor de su vida: George Sand -novelista que ciertamente tenía por las
palabras una preocupación que iba mucho más allá de lo esperado-, que atropellarse
al hablar era una de las muchas formas de vulgaridad. Y nadie tan enemigo de lo
prosaico como él mismo, para quien el espíritu de fineza vuelto música era como
su piedra de toque al momento de componer.
-Hoy es
cumpleaños de mi hermano- le dijo su viejo amigo, el sacerdote Alexander
Jelowicki-, y quiero que me des algo para él.
-Ya di todo
lo que podía dar- respondió Chopin, haciendo un esfuerzo por no toser y por
pronunciar cada palabra con todas sus letras, de tal modo que su interlocutor
entendiera perfectamente lo que estaba diciendo-, hasta mi corazón lo tengo
dado.
En efecto,
acaso un par de horas antes, abrumado por una hemorragia que se presentó en
modo de ráfaga y que lo había dejado exhausto., Frederick había pedido pluma y
papel -justo la pluma que habitualmente tenía a la mano, por si sobrevenía
alguna idea que fuera preciso apuntar-, y había escrito: “Como esta tos acabará
ahogándome, los convoco a que abran mi cuerpo para que no me entierren vivo y
que mi corazón sea extraído y llevado a Varsovia”. Puso este mensaje en la mano
de la condesa Delfina Potocka, quien había acudido desde Niza para despedirse
del hombre Chopin -y a quien él había dicho: “Por eso Dios tardaba tanto tiempo
en llamarme ante su presencia. Quería, por último, proporcionarme el placer de
volverte a ver. No podría aspirar a más”.
-Hay algo
que puedes darme… -insistió el padre Jelowicki. Amigos desde la juventud, los
dos llevaban muy en alto la sangre del pueblo polaco. Cada uno desde su
trinchera, no perdían oportunidad de evocar la gloria de esa gran nación, así
como la opresión de que era pasto. En el caso de Chopin, su padre se había
encargado de mantener encendida en su hijo la llama del patriotismo. Y de ahí
en adelante cada vez que los dos amigos se reunían, hablaban de su patria con
ardor y entusiasmo. Eso los mantenía unidos aún más que las aventuras que
habían vivido de adolescentes.
-No hay
nada más que pueda dar a los hombres. He vaciado en mi música todo lo que
estaba en mi mano. En esta mano.
Entonces,
haciendo acopio de una fuerza inusitada -que provocó la admiración del padre
Jelowicki-, levanto su mano hasta que la articulación entre brazo y antebrazo
quedó a la atura de sus ojos. Con esa mano había escrito toda su música. Con
esa mano había descubierto una veta musical y revolucionado el arte del
teclado.
-Puedes
darme tu alma.
-Es decir,
¿entregar mi alma a Dios?
-Así es.
-Siempre
quedará algo por darse -dijo Chopin mientras contemplaba con tristeza infinita
sus manos-. Uno pensaría que al momento de morir por fin se acabaron las
cuentas pendientes. Pero no es así.
Aunque después del alma, ya no hay nada que dar.
-Pues
procedamos.
En tanto el
padre Jelowicki preparaba sus objetos sagrados para aplicar la extremaunción,
el pianista y compositor cerró los ojos. Se vio de niño, corriendo en un claro del
bosque. Sus padres lo observaban de lejos, ella tomada del brazo de él. Había
nevado, y de pronto, en aquella superficie tan blanca que hería la vista,
distinguió el movimiento casi imperceptible de un pajarillo que inútilmente se
esforzaba por levantar el vuelo. Se acercó, lo cargó y lo puso junto a su
corazón para darle calor. Cuánto ímpetu, cuánta voluntad por vivir había en ese
pequeño e insignificante ser. Cada
partícula de su cuerpo luchaba por ese aliento de supervivencia que impele a
los seres vivos. Con sus manos enguantadas, el niño lo frotaba, o bien lo
aproximaba a su boca y trataba de calentarlo con oleadas de vaho tibio y
vibrante de vida. De repente, en un instante que juzgó él prodigioso, el pajarillo
se armó de valor, desplegó las alas y emprendió el vuelo.
Pero vio
más.
Se vio en
un carruaje, al lado de su querido y admirado Felix Mendelssohn Bartholdy, en
un viaje entre París y Lyon. Caía una lluvia torrencial, y los dos amigos
compartían una buena tanda de vino Rotschild, que Mendelssohn se había encargado
de adquirir por una cantidad estratosférica -no había poder humano que lo
hiciera desistir cuando se proponía cumplir algún capricho, y más aún si iba de
la mano del placer-, y cuyas botellas destapaba con un sacacorchos de mango de
marfil adornado con una esmeralda, “que alguna vez estuvo entre las piernas de
una mujer”, comentaría Felix Mendelssohn en uno de los arranques provocadores
que tan bien definían su personalidad. Los guiaba en este viaje un cometido
singular, para el cual se habían preparado a conciencia: asistir a un concierto
que daría Franz Liszt, y en el cual tocaría las últimas sonatas de Beethoven, hazaña
que nadie se atrevía a llevar a cabo por considerarse esas obras extremadamente
difíciles y áridas, tan incomprensibles para la mayoría. Se vio, pues,
sorbiendo aquel vino hasta la embriaguez. Pero entonces sucedió un acontecimiento
inesperado: se rompió el eje trasero del carruaje lo que detuvo violentamente el
vehículo y obligó a los pasajeros a apearse. Cubiertas sus espaldas con una
capa impermeable, de pronto Mendelssohn y Chopin se encontraron cara a cara
bajo aquella tormenta; y ahí, en ese momento y en ese lugar, con el agua que
resbalaba por sus ojos, Chopin tuvo una revelación que no lo abandonaría jamás:
distinguió en el rostro perlado de Mendelssohn el aura inconfundible de la
muerte. Apenas un año mayor Mendelssohn -y a la inversa de Chopin, dueño de una
salud portentosa-, sin embargo vio cruzar una sombra siniestra en esos rasgos finos y delicados de su amigo alemán; en
efecto, moría al poco tiempo, antes que Frederick. Por las gotas de lluvia que
resbalaban en su cara, Mendelssohn no distinguió las lágrimas de su amigo.
Cuando el
padre Jelowicjki terminó el sacramento, una sensación de pesadez cayó como un
manto negro en todos los que se encontraban en la habitación. Nadie se atrevía
a mover un músculo. Chopin volvió en sí -aquellas evocaciones lo habían turbado
sobremanera-, y le dijo a su amigo el sacerdote: “Gracias. Garcias a ti no
moriré como una bestia”.
Enseguida pidió escuchar un poco de música. La
música, ése su ángel guardián.
En cuanto esta gripe inmunda me abandone (y por ende la medicina que me tiene medio dopada y soñolienta) prometo reanudar la vida de George Sand para alcanzar el punto que llevo de la biografía de Chopin y así continuar conociendo más de mi músico favorito.
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