lunes, 25 de mayo de 2015

De Corredera: 6 – 9 – 12 – 16 ¡Splits!

En este post, dejo un poco de lado la música para hablar de mi otro favorito: la corredera, y digo que dejo un poco de lado la música, porque sí es sólo un poco, ya que ¿qué sería de la corredera sin música?… yo no la concibo, aunque claro está habrá quien corra sin escuchar música ni nada, yo simplemente no podría.

Corro ya más en forma desde el 2013, digo en el pasado ya había tenido mis intentos pero no se me hizo hábito, sin embargo fue en el 2014 en el que esto de la corredera se convirtió en algo indispensable para mí. En ese año entre carrera y carrera dos amigas queridas con quienes comparto este gusto por correr (Yoscelina y Martha), me hablaron con mucho entusiasmo de los splits de adidas y decidimos participar en los de este 2015, además también iría Gaby ¡súper! 

Han sido carreras muy chidas y lo que hice para prepararlas también. Consistieron en correr, en diferentes circuitos y una por mes desde febrero: 6, 9, 12 y 16 kilómetros. 

Completar mis primeros 16km (aunque en realidad fueron 16.5km)  en el Estadio Olímpico de CU fue un plus MaRaViLloSo, hasta una lagrimita de emoción me rodó al entrar al estadio para esa última vuelta antes de llegar a la meta.





La ruta del Split 16k en Ciudad Universitaria estuvo llena de recuerdos chidos y pasar corriendo frente a mi facultad me encantó. La ruta fue demandante, pero llegué un minuto y medio antes de lo que yo esperaba y claro, no sabía que en realidad la distancia fue un poco más de los 16k. Me siento contenta y pues mientras me den las piernas, a seguir disfrutando de esto de la corredera; voy por esos 15k de la Carrera de Gatorade y por los 21 del Medio Maratón de la Ciudad de México ¡Yeah!



Y hablando de música ¿con qué rola atravesé la meta? Con esa que termina diciendo: 
“Voy descongelando este invierno que llevo, para no más llorar”

viernes, 22 de mayo de 2015

De Cuentos con Música 4 de 4

Aquí va el cuarto cuento con música, el que más me gustó y es que, además de música trata de corredera. Disfruten.


LA CORREDORA DE CUEMANCO Y EL AFICIONADO A SCHUBERT

MÓNICA LAVÍN


Guillermo llegaba temprano para el concierto del do­mingo. La sala estaba cerrada y él perdía el tiempo en la fuente. Había comprado con antelación el abono de la temporada, así que ni siquiera tenía que for­marse en la taquilla. Daba vueltas en la explanada y veía sin interés a los perros que bebían de la fuente y a sus dueños. Pensaba que a los dueños del perro y a él les producía una sana alegría estar en ese lugar. A ellos por el bienestar del perro, a él por el placer de la música. Hoy el programa incluía a Schubert, la Sinfonía inconclusa, también a Grieg y a Smetana. Pero él eligió estudiar a Schubert. Era el pretexto perfecto. A veces tenía que indagar sobre Paganini o Korsakoff, pero el programa de ese día le había dado la oportunidad de solazarse en uno de sus preferi­dos. A ratos se escabullía de la investigación del modelo de movimiento de los líqui­dos para robar al ciberespacio alguna luz sobre el compositor o mejor aún sobre aque­lla pieza del programa. Le gustaba escudriñar el anecdotario que rodeaba a la pieza —cuando fue tocada por primera vez, dónde, quiénes la han interpretado— además de datos biográficos del autor. Aunque sabía ya algo, su biblioteca e Internet le ayu­daban, siempre buscaba más. La información que más le atraía tenía que ver con la composición de la pieza. En esa esfera de lo abstracto, en esa búsqueda de la forma a través de compases silenciosos y ritmo, las matemáticas y la partitura se tocaban.

Sandra corría los sábados y domingos. Sabía que no era suficiente si quería ha­cer un buen papel en el maratón, pero el trabajo en el banco no le permitía más.

Entraba temprano y su arreglo le tomaba tiempo, por más eficaz que fuera el cor­te de pelo para acomodarlo con unos minutos de secador y aunque tuviera la ropa escogida desde la noche anterior. Por eso la llegada del fin de semana la celebraba con bombo y platillo. No se levantaba temprano como otros corredores. El viernes acababa muerta y el sábado por la noche era día de salir con las amigas, o con Juan, cuando su vida marital se lo permitía a él, o con su hermana. Pero no perdonaba correr al medio día del sábado y del domingo. Se ponía la ropa deportiva, bebía un jugo, tomaba una cucharada de miel y salía de casa deseosa de estar ya frente al canal. Hacía sus ejercicios de calentamiento y miraba el reloj. Comenzaba cami­nando briosa y luego echaba a correr. Después de haber probado suerte en los vi­veros de Coyoacán, el bosque de Chapultepec, el de Tlalpan, pues la colonia del Valle le permitía acceder a cualquiera de ellos, Cuemanco le había resultado el si­tio más grato. La cercanía del agua la refrescaba y le parecía estar en un paisaje que no era la ciudad de México (aunque en otro tiempo esa fuera su condición). El deslizar de las canoas sobre el agua acompañaba su correr. La embelesaba el silen­cio de los remos que entraban en el agua por una hendidura y salían chorreantes virando su horizontalidad a ritmos constantes.

Guillermo entró a la sala de conciertos, como siempre, en cuanto las puertas es­tuvieron abiertas. Buscó un asiento a grata distancia del escenario. Reconoció a quienes, como él, llegaban temprano y buscaban acomodo en la sala. Los mismos de cada domingo. La mayoría eran hombres. Allí estaba el de la boina: sesenta años, bigote cano. Llevaba un periódico doblado que exhibía un crucigrama. Una fila más atrás se había sentado el hombre gordo y calvo que inexplicablemente per­manecía estático mirando al frente, aunque aún faltaran quince minutos para el co­mienzo. El joven de lentes llegaba con el pelo revuelto, como si se hubiera desli­zado de la cama sin baño ni desayuno. Había uno de suéter y saco de tweed que le recordaba a su hermano, o tal vez a él mismo. Era de su edad. O de la de su her­mano Y parecía no perturbarle llegar temprano y que los demás advirtieran su con­dición de solo. Siempre sacaba una novela. Guillermo intentaba leer el título. Du­daba que fuera un lector apasionado, le parecía más una careta para esconder la es­pera y las miradas. Pensó que era un hombre de cuarenta y tantos años y de buen aspecto, y que no debía estar solo. Pero lo estaba, como él. Los ocho o diez hom­bres que llegaban temprano lo hacían sin compañía. Tal vez alguien los esperaba en casa. Guillermo se engañaba, la anticipación con la que llegaban al concierto hacía pensar que nada los retenía en casa, que el silencio los expulsaba hacia el edén musical.

Cuando Sandra llegaba a la parte de los caminos estrechos, al otro lado de las gradas sentía que su correr entre el paisaje era más íntimo, como si los eucaliptos y la tranqui­lidad del agua quebrada por el graznido de las aves fueran un espectáculo sólo para ella.

Aquella reunión de elementos: agua, aves, árboles y el ritmo de sus pasos le daban un gozo difícil de explicar. No lo podía compartir. Trataba de explicarlo a Juan cuando hacían el amor, pero no resultaba. Parecía cursi, parecía frágil. Y sus pier­nas fuertes desmentían toda fragilidad. Tenía muslos de acero. Se lo había dicho su primo cuando se encamaron en casa de su tía Lola muchos años atrás. Sandra se había empeñado en que no se le reblandecieran, en mantener su gallardía. Juan los recorría con sus manos grandes. El muchachito que apenas había entrado a trabajar en el banco los miraba cuando Sandra se preparaba un café. Ella le sonreía. Le gustaba la juventud de Mikel. Y le daba por pensar en maneras de seducirlo: conducir la mano de él por sus piernas, allí en el estrecho rincón que olía a café y que no tenía ventanas. Pero Mikel era sobrino del director y el director era cuñado de Juan y sus deseos no podían suscribirse a ese espacio cerrado. En Cuemanco el espacio se abría, de ida y vuelta, a la anchura del canal.

Guillermo releía el programa antes de que comenzara el concierto. Alguna vez intentó traer un libro, como el del saco de tweed, pero no pudo concentrarse. Le gustaba mirar, disfrutar la anticipación del banquete musical. Como cuando de ni­ño su hermano le dijo que lo llevaría a dar una vuelta en el viejo MG. Como cuando lo admitieron en el grupo de rock después de escucharlo dar un palomazo en el que demostró que si podía con el requinto. Como cuando esperó a Marta afuera de su casa horas enteras porque no le contestaba el teléfono y entonces le pudo decir que era bonita. Y Marta se conmovió. De algo servía esperar, Guillermo lo tenía claro, aunque Azucena no hubiera vuelto al departamento que compartían y hubiera llamado tres días después diciendo que iba por sus cosas. Ella escogió la hora en que sabía que él daba clases. Pero Guillermo allí estaba, esperándola. La veía empacar, descolgar algún cuadro, hurgar entre los libros, nerviosa ante la mirada impertinente de Guillermo, sentado en el sofá. Ella sin atreverse a decir qué me ves. Como músico en escenario El primer violín se puso de pie, entró el director. El concierto comenzaría. La orquesta se acomodaba. Guillermo sintió una punza­da de excitación.

Sandra aprendió que hay que sostener el ritmo, saber respirar y que pasado el tiempo se llega al estado de flotación del corredor. Se desentiende uno del pulso y de los músculos, se olvida uno de la pisada y sólo se escucha la propia respiración. Correr es asunto de oído. Quién lo hubiera dicho. El entrenador que reclutó en el banco a aquellos que quisieran participar en el maratón corporativo, le explicó a Sandra que llegaría el momento que correría de oído. Aprendería a respirar. Si se respira bien los pies responden. Si se va más rápido la respiración se acomoda. Hay que encontrar el paso de cada cual. Toma tiempo. Es cosa de estar atento. Robles tenía una nariz gruesa y desagradable. Desnalgado y piernicorto, sabía convencer. Y Sandra se dejó preparar para un primer maratón de cinco kilómetros. Y le gustó. Y Robles quiso que entrenara todas las mañanas. Le vio madera de campeona. No puedo, le dijo. Robles le vio los muslos y trató de contenerse, pero celebraban su cumpleaños con el grupo de corredores del banco y no pudo evitar rozar los muslos de Sandra sobre la falda. Sandra lo hubiera perdonado, pero Robles no volvió al banco.

Guillermo pensó que si hubiera tenido un hijo lo habría traído a los conciertos. Hubiera llegado más tarde, cuando las puertas estuvieran abiertas y la gente en fila. Porque el muchacho o la muchacha se haría el remolón para levantarse y porque habría que darle el desayuno. O pasar por él a casa de su madre, porque no se imaginaba una vida continua al lado de Martha ni de Azucena, ni de nadie. Ni de su hijo. Pero lo traería a los conciertos y le explicaría la colocación de los instrumentos y le adelantaría algo de lo que escucharían para que lo gozara más. Y el hijo haría cara de fastidio y él guardaría silencio intentando no estropear el placer de atender un concierto. A Guillermo le gustaba escuchar la música solo, como en su casa, con la luz apagada. No había manera de que Azucena se sentara a su lado y dejara tranquilas las manos y los tratados de sicología: que sólo escuchara. Ella no quería perder el tiempo. Azucena y su sexo rubio. La imagen fue repentina, lo distrajeron el director que había salido al escenario y los músicos que se habían puesto de pie y la música que estaba a punto de comenzar.

Es lógico que estas soledades geométricas, náufragas de la ciudad de México, se encuentren, si no para que iba el narrador de esta historia a presentar a uno y a otro, a intercalar sus quehaceres y develar la manera en que sobreviven el domingo. Anticipamos una historia de amor, como en aquellas películas donde vemos a A y luego vemos a B salir de casa y los vemos en un mismo vagón del metro o en el autobús y observamos que se dirigen una mirada y sospechamos que al día siguiente, pues A y B tienen una vida rutinaria como ha quedado demostrado en las primeras escenas de cada uno, se encontrarán y tal vez sonrían el uno al otro, o se rocen las manos en el tubo del cual se detienen, o se estorben en la puerta de salida. Y acaban tomando un café y acaban riendo en un bar, y acaban en la cama de un hotel antes de desandar sus pasos y volver a casa en el mismo vagón. Pero no es fácil juntar a Guillermo y a Sandra que no viajan en autobús o en metro, que trabajan en distintos puntos de la ciudad, que dedican sus domingos a espacios distintos. Olvidó el narrador contar que Sandra a veces corre con los audífonos puestos. No siempre, pues le gusta el graznido de las aves y el golpe suave de los remos en el agua límpida del canal. Le sorprenden esos sonidos tan lejanos al Periférico que está a unos metros. Quiere asombrarse pero a veces no basta y necesita la música para llegar al estado de flotación y no andar molesta con Juan y con ella por haberse metido con un casado, por desear a un jovencito y quererlo añadir a la lista de imposibles, por quejarse de no tener hijos a sus treinta y cinco arios, por abominar de su madre que le reclama no haberse casado a tiempo. La música la calma, y no sabe mucho pero a veces escucha Opus 94 y se fija en los nombres de las piezas. Oyó a un radioescu­cha decir que en Margolín venden una buena selección de música. Por eso va un sá­bado por la tarde, preparando la rutina del domingo. La discusión con Juan el vier­nes la tiene contrariada. Que la adora y la desea pero que no va a cambiar su vida. ¿Qué hay de nuevo?, una historia por ella harto conocida y predecible. Pero le gus­ta Juan, le gusta mucho encima de ella, le gustan mucho sus manos en el cuerpo y cuando pasa una semana y no lo tiene (aunque no espere tenerlo todos los días en la cama y el desayuno) siente que se abre un abismo. Y se siente inútil. Quiero algo de Schubert dice al dependiente. ¿Qué está buscando? Guillermo alcanza a escuchar la petición de la chica y la pregunta del dependiente. Alcanza a percibir el titubeo de la mujer que levanta los hombros. Entonces él se atreve: La inconclusa. El depen­diente le extiende varios discos a Sandra. El segundo movimiento es espléndido. Sandra lo mira asombrado. Repara en el hombre del suéter azul pálido que le habla. Guillermo piensa que sería ideal invitarla al concierto. Tiene una belleza discreta. La tocarán mañana en el programa de la sala Nezahualcóyotl; a las doce, le dice. Qué lástima, dice ella. Yo corro a esa hora. ¿Corres? ¿Adónde?, pregunta Guillermo. Ella se ríe. Doy vueltas en Cuemanco, no voy a ningún lado. Oiré el concierto en mi disc­man. No es lo mismo, dice Guillermo. Si cambias de idea, allí nos vemos. Ésas no son maneras de seducir a nadie, de halagar a una mujer. Guillermo se siente prepa­ratoriano. ¿Tú no corres?, pregunta ella. Si lo hago, me muero, dice él.

El narrador es un tramposo, porque aparte de fabricar este encuentro demasia­do casual, aunque es verdad que hay cosas que así suceden (cada quien tiene una en su haber por más inexplicable que resulte la coincidencia en un mismo espa­cio en el mismo instante), ahora hay dos posibilidades. O Guillermo se va a Cue­manco a buscarla o ella aparece en el concierto del domingo a las doce. O peor aún Esa mañana Guillermo llega al concierto con la antelación de siempre y las notas sobre Schubert en la bolsa del saco. Fuma un cigarro en la fuente y medita sobre el encuentro con la corredora de Cuemanco. ¿Y si aparece?, se pregunta. Pero sa­be cuán remoto es que aquello suceda, él que es un hombre de férrea rutina domi­nical y no la cambiaría más que por una emergencia. No preguntó porqué corre a las doce. Tal vez corra con alguien. Sería inútil irla a buscar. Cuando ella lo reco­nociera de lejos, si es que lo reconocía, aunque traía —un tanto a propósito— el mismo suéter azul cielo, sabría que la ha ido a buscar, que ha dejado el concierto por verla y no le quedaría más remedio que insistirle que, aunque tarde, aún po­drían llegar al concierto o correr al lado de ella con sus mocasines negros y con los audífonos que ella le prestaría. Sonríe. Los hombres que llegaron temprano se di­rigen hacia las puertas recién abiertas.

Sandra dobla el cuerpo y extiende las manos hacia las puntas de los pies. Fle­xiona las rodillas, gira la cintura como si tomara algo que le queda lejos y sus pies estuvieran anclados a la tierra. Se pone los audífonos, va a empezar a correr. Se ajusta el discman a la pretina de los pants. Schubert. Camina briosa por la cinta as­faltada del canal. Se acomoda la visera, aunque sólo hay resolana ese día. Al le­vantarse admite la posibilidad: y si voy al concierto. Pero el fantasma de Robles o mejor dicho el espíritu de flotación, la adicción a la carrera, no le permiten dudar. Los primeros acordes la llevan a la sala de conciertos. Imagina al hombre del sué­ter azul sentado atento. Le pareció simpático y le gustó que supiera tanto de mú­sica. Se le antoja sentarse a su lado. Pero qué la hace pensar que estará solo. Un hombre agradable como él estaría acompañado, si no tal vez la hubiera invitado. Co­mienza el trote y va alargando la zancada hasta alcanzar otra velocidad. No escucha los graznidos. Mira las canoas dando puntadas al agua como agujas silenciosas; los hombres moviendo los remos al unísono, en una danza perfecta y sincrónica, como el arco de los violines, subiendo y bajando, largo, corto. Deteniéndose. Guillermo atiende el lamento del violín, el brío de la mano raspando las cuerdas, siente el sonido meterse hondo en su cuerpo como un graznido de aves. Se dirige a la puerta. Se sube al coche sin quitarse los audífonos y llega al Periférico. Mira el reloj. To­ma la desviación al embarcadero. Busca donde estacionarse. Los violines rasgan el aire. El graznido quiebra el silencio.

El narrador piensa seguir, como si no se adivinara ya en esta acción un final con­tundente. Pero la vida no lo es, no de la misma manera, porque Guillermo se senta­rá en el pasto entre canales y esperará media hora. Supone que es mucho más del tiempo necesario para que ella de vuelta a la pista de canotaje, para que vaya al ba­ño, tome un jugo, regrese al redil. El reflejo incisivo del sol en el agua le dará en la cara, lo obligará a entrecerrar los ojos, a dejar de mirar a lo lejos. Se topará con el legajo de hojas en el bolsillo, los archivos sobre Schubert impresos para el concier­to, para la espera mientras se llena la sala. Los saca y los extiende, rasga una tira que corta el rostro de Schubert por la mitad e intenta leer: el gran mus, tantes. Se presen... lausos. Volvió al... lleza de su composición. Observa a los lados que na­die lo mira y coloca ese trozo de hoja sobre el agua como una canoa de palabras. Schubert se humedece. Schubert la humedece. Sandra se conmueve y no sabe muy bien por qué. Es la música y su mirada que frenética lo busca entre el público, pe­ro la música la somete y la hace olvidarse de su propósito. En el intermedio sale es­peranzada. Mira a diestra y siniestra, pero el muchacho del suéter azul no está. Lo hubiera reconocido con toda facilidad. ¿Habrá venido? El papel navega_ Guillermo desiste. Schubert naufraga. Sandra entra a la sala de nuevo y siente el peso del disc­man en su cintura. Sandra se pone los audífonos.

El narrador insiste en que no se encuentren los futuros amantes. Parece empeña­do en el destiempo, en que la felicidad no existe. Teme sumarse con su voz a los que vivieron felices para siempre, no les concede un beso, una caricia, mucho menos la cama, conoce los peligros de esas embarcaciones. Sudores rítmicos, adagios y alle­gros, desconcierto. Preguntarse ¿y ahora qué? ¿Corremos el domingo en Cuemanco o venimos al concierto?

Pero Guillermo que se ha quedado extasiado con el movimiento de los líquidos a los que aplica fórmulas en su cubículo, en un arranque de arrogancia se pregun­ta ¿Y si fue al concierto? Toma el auto y deja a los graznidos perderse en el escena­rio acuático. Sandra no aplaude cuando termina el concierto porque se ha quedado adherida a la música de Schubert que sale de su cintura. Se une a los aplausos cuan­do reconoce el gesto colectivo. La gente pide el encore. Sandra ha dejado de bus­car entre las butacas, le parece un gesto impulsivo y ridículo haber dejado el canal y la carrera para acabar, encima, oyendo un disco. Se quita los audífonos. Recono­ce la melodía del encore. La tiene en el disco, es Schubert de nuevo: ella es el cello y la música la toma, jala sus cuerdas, sus piernas, la exprime. Se sienta arrobada. Guillermo la descubre cuando entra agitado a la sala. La visera que nunca se quitó la delata. Schubert acompaña su carrera hasta llegar al lado de ella. Se miran y sonríen. A pesar del narrador, él le toma la mano.

Foto: Sala Nezahualcóyotl CCU, la tomé el 2012 en un concierto de la maestra Lisitsa

viernes, 15 de mayo de 2015

Del Cuentos con Música 3 de 4

Hoy es viernes de cuento, aquí les va el tercero, en el que se menciona la música de Chopin. Espero lo disfruten.

LA CABEZA

CHARLES BUKOWSKI


Margie solía empezar a tocar nocturnos de Chopin cuando se ponía el sol. Vi­vía en una casa grande, un poco retirada de la calle, y a la puesta del sol ya estaba colocada con coñac o whisky. Tenía cuarenta y tres años y aún conservaba una buena figura y un rostro delicado. Su marido había muerto joven, hacía cinco arios, y ella, al parecer, llevaba una vida solitaria. El marido había sido médico. Ha­bía tenido buena suerte en la Bolsa e invirtió el dinero para que ella tuviese una renta fija de dos mil dólares mensuales. Buena parte de los dos mil volaban en co­ñac y en whisky.

Desde la muerte de su marido, había tenido dos amantes, pero las aventuras ha­bían sido esporádicas y fugaces. Parecía que los hombres carecieran de magia, la mayoría eran malos amantes, sexual y espiritualmente. Sus intereses parecían limitarse a sus coches nuevos, el deporte y la televisión. Al menos Harry, su difunto ma­rido, la llevaba de vez en cuando a un concierto. Bien sabía Dios que Metha era un director muy malo, pero todo era mejor que aguantar a Laverne y a Shirley.

Margie se había resignado, sencillamente, a una existencia sin sexo masculino. Llevaba una vida plácida, con su piano, su coñac y su whisky. Y cuando el sol se ponía, sentía una enorme necesidad de su piano, de su Chopin y de su whisky y/o coñac. En cuan­to empezaba a oscurecer, Margie empezaba a encender un cigarrillo detrás de otro.

Margie tenía un entretenimiento. A la casa de al lado había llegado una nueva pareja. En realidad, no eran propiamente una pareja. Él, barburdo, corpulento, vio­lento, medio loco, era veinte años mayor que la mujer. Era un tipo feo que daba siempre la sensación de estar borracho o con resaca. La mujer con la que vivía tam­bién era muy suya..., hosca, indiferente. Casi como un estado de trance. Los dos parecían tener afinidades recíprocas, y sin embargo era como si se hubieran junta­do dos enemigos. Siempre estaban peleándose. Margie oía primero, casi siempre, la voz de la mujer. Luego, de pronto, muy alta, la del hombre. Y el hombre siem­pre aullaba alguna ruin indecencia. A veces, seguía a las voces un estruendo de cristales rotos. Pero lo más frecuente era ver salir al hombre en su viejo coche; lue­go todo quedaba tranquilo dos o tres días, hasta que regresaba. La policía se había llevado al hombre un par de veces. Pero siempre volvía.

Un día, Margie vio la foto del hombre en el periódico. Aquel hombre era el poe­ta Marx Renoffski. Había oído hablar de su obra. Al día siguiente, fue a la librería y compró todos los libros suyos que encontró. Aquella tarde, combinó la poesía del hombre con el coñac; y cuando oscureció, se olvidó de tocar los nocturnos de Cho­pin. Por algunos de sus poemas de amor dedujo que aquel hombre estaba vivien­do con la escritora Karen Reeves. Sin saber muy bien por qué, Margie no se sen­tía ya tan sola como antes.

La casa era de Karen y celebraban muchas fiestas. Durante éstas, cuando más escandalosas eran la música y las risas, siempre veía la figura alta y barbuda de Marx Renoffski salir por la puerta trasera de la casa. Se sentaba en el patio de atrás, solo, con su botella de cerveza a la luz de la luna. Y entonces Margie recordaba sus poemas de amor y sentía deseos de conocerle.

El sábado por la noche, varias semanas después de haber comprado sus libros, les oyó discutir a grito pelado. Marx había estado bebiendo y la voz de Karen se fue haciendo cada vez más estridente.

-       Escucha —era la voz de Marx—, cuando me apetezca un trago, me tomaré un trago.
-       Eres la cosa más horrorosa que me he encontrado en la vida— oyó decir a Ka­ren.

Luego, ruidos de trifulca, Margie apagó las luces y se pegó a la ventana.

-          ¡Maldita! —oyó decir a Marx—. ¡Sigue atacándome y verás lo que es bueno!

Luego, vio a Marx salir por el porche delantero con la máquina de escribir. No era una portátil, sino un modelo de mesa, y Marx bajaba tambaleante las escaleras con ella, a punto de caer en todo momento.

-       Me voy a librar de tu cabeza —chilló Karen—. Voy a arrojar esa cabeza aho­ra mismo
-       Adelante —dijo Marx—. Tírala.
Margie vio a Marx cargar la máquina de escribir en el coche y luego vio un ob­jeto grande y pesado, evidentemente la cabeza, que salía volando del porche para caer en su jardín. Rebotó en el suelo y se inmovilizó justo bajo un gran rosal. Marx se marchó en su coche. En casa de Karen Reeves se apagaron todas las luces; y se hizo el silencio.

A la mañana siguiente, Margie despertó a las ocho y cuarenta y cinco. Se arregló, puso los huevos a hervir y se tomó un café con una copita de coñac. Se asomó a la ventana. El gran objeto de arcilla seguía bajo el rosal. Se apartó de la ventana, sa­có dos huevos, los enfrió poniéndolos en agua y los peló. Luego se sentó a desayu­nar y abrió un ejemplar del último libro de poemas de Marx Renoffski, Uno, dos, tres, me quiero a mí. Lo abrió hacia la mitad:
...oh, tengo escuadrones
de dolor
batallones, ejércitos de
dolor
continentes de dolor
ja, ja, ja
y
te tengo a ti.

Margie terminó los huevos, echó dos copitas de coñac en un segundo café, se lo bebió, se puso los pantalones verdes de rayas, el jersey amarillo y, con una pinta a lo Catherine Hepburn a los cuarenta y tres, se calzó las sandalias rojas y salió a su jardín. El coche de Marx no estaba aparcado y la casa de Karen permanecía en si­lencio. Se acercó al rosal. Allí estaba la cabeza esculpida, con la cara hacia el sue­lo.

Margie sintió que el corazón le latía más acelerado. Movió la cabeza con el pie, y el rostro la miró desde la yerba. Era Marx Renoffski, no había duda. Cogió a Marx, y, sosteniéndolo cuidadosamente contra su jersey amarillo pálido, lo llevó a su casa. Lo colocó sobre su piano, luego se sirvió un coñac con agua, se sentó y estuvo un rato mirándole, mientras bebía. Marx era feo y rasposo, pero muy real. Karen Reeves era buena escultora. Margie le estaba agradecida. Continuó exami­nando la cabeza de Marx: allí podía verlo todo, bondad, odio, miedo, demencia, amor, humor, pero ella veía sobre todo humor y amor. Cuando pusieron el progra­ma de música clásica al mediodía, subió mucho el volumen y se puso a beber con auténtico deleite.

Hacia las cuatro de la tarde, aún seguía bebiendo coñac; empezó a hablar con él.
-          Marx, te comprendo. Yo podría darte la verdadera felicidad.

Marx no contestó; siguió allí, sobre el piano, en total silencio.
-          He leído tus libros, Marx. Eres un hombre ingenioso y sensible, Marx, y muy divertido. Te comprendo, querido. Yo no soy como esa... esa otra mujer. Marx seguía sonriendo, seguía mirándola con aquellos ojitos entrecerrados.
-          Marx, podría interpretar a Chopin para ti..., los nocturnos, los études.

Margie se sentó al piano y empezó a tocar. Él estaba allí. Era evidente que Marx jamás veía los partidos en la televisión. Probablemente viese las obras de Ibsen, de Shakespeare, de Chejov, en el canal 28. Y, al igual que en sus poemas, era un gran amante. Se sirvió más coñac y siguió tocando. Marx Renoffski escuchaba.

Cuando Margie terminó su concierto, miró a Marx. Le había gustado. Estaba se­gura. Se levantó. La cabeza de Marx estaba justo al nivel de la suya. Se inclinó y le dio un leve beso. Luego, retrocedió. Él sonreía, con aquella luminosa sonrisa.

Puso de nuevo su boca sobre la de él, y le dio un beso lento y apasionado.

A la mañana siguiente, Marx seguía allí, sobre el piano. Marx Renoffski, poeta, poeta moderno, vivo, peligroso, encantador, sensible. Miró por la ventana. Aún no estaba allí el coche de Marx. Había pasado la noche fuera.

Se había ido a otro sitio, lejos de aquella... zorra.
Se volvió y le dijo:
-          Marx, tú necesitas una buena mujer.

Fue hasta la cocina, puso a hervir dos huevos y vertió un chorrito de whisky en el café. Se puso a canturrear. El día era idéntico al anterior. Pero mejor. Más agra­dable. Siguió leyendo la obra de Marx. Escribió incluso ella misma un poema:
Este divino accidente
nos ha unido
aunque tú seas arcilla
y yo carne
ha surgido el contacto
pese a todo, ha surgido el contacto.

A las cuatro, sonó el timbre de la puerta. Margie fue a abrir. Era Marx Renoffski. Estaba borracho.
-       Nena —dijo—, sabemos que tienes la cabeza. ¿Qué te propones hacer con mi cabeza?
Margie no pudo contestar. Marx entró en la casa.
-          Bueno, ¿dónde está ese maldito trasto? Karen lo quiere otra vez. La cabeza estaba en el salón de música. Marx dio una vuelta por allí.
-          Tienes una casa muy bonita. Vives sola, ¿eh?
-       Sí.
-          ¿Qué pasa? ¿Te dan miedo los hombres?
-       No.
-       Oye, la próxima vez que Karen me eche, creo que me acercaré por aquí. ¿Vale?
Margie no contestó.
-       No contestas. Quien calla otorga. Bueno, estupendo. Pero ¿dónde está esa ca‑
-          Escucha, te he oído interpretar a Chopin cuando se pone el sol. Tienes cla­se. Me gustan las tías con clase. Seguro que bebes coñac, ¿a que sí?
-         
-          Sírveme un coñac. Tres copitas en medio vaso de agua.

Margie fue a la cocina. Cuando salió con la bebida, él estaba en el salón de mú­sica. Había encontrado la cabeza. Estaba apoyado en ella, con el codo sobre el crá­neo. Le ofreció el vaso.

-          Gracias. Sí, clase. Tienes clase. ¿Pintas, escribes, compones? ¿Haces algo, además de interpretar a Chopin?
-       No.
-          Ah —dijo él, alzando el vaso y bebiéndose la mitad de un trago Estoy se­guro de que lo eres.
-          ¿Qué soy qué?
-       Un gran polvo.
-     No sé.
-       Bueno, yo sí lo sé. Y no deberías desperdiciarlo. Yo no quiero que lo desper­dicies.

Marx Renoffski se terminó el coñac y posó el vaso sobre el piano, junto a la ca­beza. Se acercó a ella y la agarró. Marx olía a vómito, a vino barato y a tocino.

Los pelos hirsutos de su barba le rasparon la cara cuando la besó. Luego, apar­tó la cara y la miró con aquellos ojillos.
-          ¡No puedes desperdiciar la vida, nena! —Margie sintió la presión de su pe­ne—. También me gusta lamerles el coñito a las nenas. No lo hice hasta los cin­cuenta años. Karen me -enseñó. Ahora soy el mejor del mundo.
-       No me gusta que me agobien —dijo Margie débilmente...
-          ¡Oh, eso está muy bien! ¡Eso es lo que me gusta a mí! ¡Espíritu! Chaplin se enamoró de Goddard al verla mordisquear una manzana. ¡Apuesto a que tú mordis­queas las manzanas a las mil maravillas! Aunque apuesto a que también puedes ha­cer otras cosas con la boca, ¿no?
La besó otra vez. Después, le preguntó:
-       ¿Dónde está el dormitorio?
-       ¿Por qué?
-       ¿Por qué? ¡Porque es allí donde vamos a hacerlo!
-       ¿Hacer qué?
-          ¡Joder! ¿Qué va a ser?
-          ¡Fuera de mi casa!
-       ¿En serio?
-       Sí.
-          ¿Quieres decir que no quieres joder?
-          Exactamente.
-          Oye, hay diez mil mujeres que se irían conmigo a la cama.
-          Yo no soy una de ellas.
-          Bueno, sírveme otra copa y me largo.
-          De acuerdo.

Margie fue a la cocina, echó tres copitas de coñac en medio vaso de agua, salió y se lo dio.
-          Oye, ¿sabes quién soy?
-         
-          Soy Marx Renoffski, el poeta.
-          Ya te he dicho que sé quién eres.
-          Ah —dijo Marx, y bebió de un trago el coñac—. Bueno, tengo que irme. Karen no se fía de mí.
-          Dile a Karen que la considero una magnífica escultora.
-          Oh, sí, claro....
Marx cogió la cabeza, cruzó la habitación y se dirigió hacia la salida. Margie lo siguió. En la puerta, Marx se detuvo.
-          Oye, ¿ni nunca te pones caliente?
-          Pues claro.
-          ¿Y qué haces?
-          Me masturbo.
-          Marx se encrespó
-          Señora mía, ése es un delito contra la naturaleza y, más importante aún, toda una agresión contra mi persona. —Luego cerró la puerta.

Ella lo vio bajar con mucha precaución por el camino, cargando la cabeza. Lue­go dobló la esquina y subió el camino de la casa de Karen Reeves.

Margie entró en el salón de música. Se sentó al piano. Ya se ponía el sol. Era el momento justo. Empezó a interpretar a Chopin. Tocaba como nunca.


¡Ah que los "machos"!