LA CORREDORA DE
CUEMANCO Y EL AFICIONADO A SCHUBERT
MÓNICA LAVÍN
Guillermo
llegaba temprano para el concierto del domingo. La sala estaba cerrada y él perdía el tiempo en la fuente. Había comprado con antelación el abono de la temporada, así que ni siquiera tenía que formarse en la taquilla. Daba
vueltas en la explanada y veía sin
interés a los perros que bebían de la fuente y a sus dueños. Pensaba que a los dueños del perro y a él les producía una sana alegría estar en ese lugar. A ellos por el bienestar del perro, a él por el placer de la música. Hoy el
programa incluía a Schubert, la Sinfonía inconclusa, también a Grieg y a Smetana. Pero él eligió estudiar a Schubert. Era el pretexto perfecto. A veces tenía que indagar sobre Paganini o Korsakoff,
pero el programa de ese día le había dado la
oportunidad de solazarse en uno de sus preferidos. A ratos se escabullía de la investigación del modelo de movimiento de
los líquidos para robar al ciberespacio
alguna luz sobre el compositor o mejor aún sobre aquella pieza del programa. Le gustaba escudriñar el anecdotario que rodeaba a
la pieza —cuando fue tocada por primera vez,
dónde, quiénes la han interpretado— además de datos biográficos del autor. Aunque sabía ya algo, su biblioteca e
Internet le ayudaban, siempre
buscaba más. La información que más le atraía tenía que ver con la composición de la pieza. En esa esfera de lo abstracto, en esa búsqueda de
la forma a través de compases silenciosos y
ritmo, las matemáticas y la partitura se tocaban.
Sandra corría
los sábados y domingos. Sabía que no era suficiente si quería hacer un buen papel en el maratón, pero el trabajo en el banco no le permitía
más.
Entraba
temprano y su arreglo le tomaba tiempo, por más eficaz que fuera el corte de pelo para acomodarlo con unos minutos de secador y aunque tuviera la
ropa escogida desde la noche anterior.
Por eso la llegada del fin de semana la celebraba con bombo y platillo. No se levantaba temprano como otros corredores. El
viernes acababa muerta y el sábado por la
noche era día de salir con las amigas, o con Juan, cuando su vida marital se lo permitía a él, o con su hermana. Pero no
perdonaba correr al medio día del sábado y del
domingo. Se ponía la ropa deportiva, bebía un jugo, tomaba una cucharada de miel y salía de casa deseosa de estar ya
frente al canal. Hacía sus ejercicios de
calentamiento y miraba el reloj. Comenzaba caminando briosa y luego echaba a correr. Después de haber probado suerte en
los viveros de Coyoacán, el bosque de Chapultepec,
el de Tlalpan, pues la colonia del Valle le permitía acceder a cualquiera de
ellos, Cuemanco le había resultado el sitio más grato. La cercanía del agua la
refrescaba y le parecía estar en un paisaje que no era la ciudad de México (aunque en otro tiempo esa fuera su
condición). El deslizar de las
canoas sobre el agua acompañaba su correr. La embelesaba el silencio de los remos que entraban en el agua por una hendidura y salían
chorreantes virando su horizontalidad a ritmos
constantes.
Guillermo entró
a la sala de conciertos, como siempre, en cuanto las puertas estuvieron abiertas. Buscó un asiento a grata distancia del escenario.
Reconoció a quienes, como él, llegaban temprano
y buscaban acomodo en la sala. Los mismos de cada domingo. La mayoría eran hombres. Allí estaba el de la boina:
sesenta años, bigote cano. Llevaba un
periódico doblado que exhibía un crucigrama. Una fila más atrás se había sentado el hombre gordo y calvo que
inexplicablemente permanecía
estático mirando al frente, aunque aún faltaran quince minutos para el comienzo. El joven de lentes llegaba con el pelo revuelto, como si se hubiera
deslizado de la cama sin baño ni
desayuno. Había uno de suéter y saco de tweed que le recordaba a su hermano, o tal vez a él mismo. Era de su edad. O de la de su
hermano Y parecía no perturbarle
llegar temprano y que los demás advirtieran su condición de solo. Siempre sacaba una novela. Guillermo intentaba leer el
título. Dudaba que fuera un lector
apasionado, le parecía más una careta para esconder la espera y las miradas. Pensó que era un hombre de cuarenta y tantos años y de
buen aspecto, y que no debía estar solo.
Pero lo estaba, como él. Los ocho o diez hombres que llegaban temprano lo
hacían sin compañía. Tal vez alguien los esperaba en casa. Guillermo se engañaba, la anticipación con la que llegaban al
concierto hacía pensar que nada los retenía
en casa, que el silencio los expulsaba hacia el edén musical.
Cuando Sandra
llegaba a la parte de los caminos estrechos, al otro lado de las gradas sentía que su correr entre el paisaje era más íntimo, como si los
eucaliptos y la tranquilidad del agua quebrada por el graznido de las aves
fueran un espectáculo sólo para ella.
Aquella reunión
de elementos: agua, aves, árboles y el ritmo de sus pasos le daban un gozo difícil de explicar. No lo podía compartir.
Trataba de explicarlo a Juan cuando
hacían el amor, pero no resultaba. Parecía cursi, parecía frágil. Y sus piernas fuertes desmentían toda fragilidad. Tenía muslos de
acero. Se lo había dicho su primo cuando se encamaron en casa de su tía Lola
muchos años atrás. Sandra se había
empeñado en que no se le reblandecieran, en mantener su gallardía. Juan los recorría con sus manos grandes. El muchachito que apenas
había entrado a trabajar en el
banco los miraba cuando Sandra se preparaba un café. Ella le sonreía. Le gustaba la juventud de Mikel. Y le daba por pensar en
maneras de seducirlo: conducir la mano de él por sus piernas, allí en el
estrecho rincón que olía a café y que no tenía ventanas. Pero Mikel era sobrino
del director y el director era cuñado de Juan y sus deseos no podían suscribirse a ese espacio
cerrado. En Cuemanco el espacio se
abría, de ida y vuelta, a la anchura del canal.
Guillermo
releía el programa antes de que comenzara el concierto. Alguna vez intentó
traer un libro, como el del saco de tweed, pero no pudo concentrarse. Le gustaba mirar, disfrutar la anticipación del banquete
musical. Como cuando de niño su hermano
le dijo que lo llevaría a dar una vuelta en el viejo MG. Como cuando lo admitieron en el grupo de rock después de
escucharlo dar un palomazo en el que demostró
que si podía con el requinto. Como cuando esperó a Marta afuera de su casa horas enteras porque no le contestaba el teléfono
y entonces le pudo decir que era
bonita. Y Marta se conmovió. De algo servía esperar, Guillermo lo tenía claro, aunque Azucena no hubiera vuelto al departamento
que compartían y hubiera llamado tres
días después diciendo que iba por sus cosas. Ella escogió la hora en que sabía
que él daba clases. Pero Guillermo allí estaba, esperándola. La veía empacar, descolgar algún cuadro, hurgar entre los libros,
nerviosa ante la mirada impertinente
de Guillermo, sentado en el sofá. Ella sin atreverse a decir qué me ves. Como
músico en escenario El primer violín se puso de pie, entró el director. El concierto
comenzaría. La orquesta se acomodaba. Guillermo sintió una punzada de excitación.
Sandra
aprendió que hay que sostener el ritmo, saber respirar y que pasado el tiempo
se llega al estado de flotación del corredor. Se desentiende uno del pulso y de los
músculos, se olvida uno de la pisada y sólo se escucha la propia respiración. Correr es
asunto de oído. Quién lo hubiera dicho. El entrenador que reclutó en el banco a
aquellos que quisieran participar en el maratón corporativo, le explicó a Sandra que
llegaría el momento que correría de oído. Aprendería a respirar. Si se respira
bien los pies responden. Si se va más rápido la respiración se acomoda. Hay que encontrar el
paso de cada cual. Toma tiempo. Es cosa de estar atento. Robles tenía una nariz
gruesa y desagradable. Desnalgado y piernicorto, sabía convencer. Y Sandra se
dejó preparar para un primer maratón de cinco kilómetros. Y le gustó. Y Robles quiso que entrenara todas las mañanas. Le vio madera de campeona. No
puedo, le dijo.
Robles le vio los muslos y trató de contenerse, pero celebraban su cumpleaños con el grupo de corredores del banco y no pudo evitar
rozar los muslos de Sandra sobre la falda. Sandra lo hubiera perdonado, pero
Robles no volvió al banco.
Guillermo
pensó que si hubiera tenido un hijo lo habría traído a los conciertos. Hubiera
llegado más tarde, cuando las puertas estuvieran abiertas y la gente en fila. Porque el muchacho o la muchacha se haría el remolón
para levantarse y porque habría
que darle el desayuno. O pasar por él a casa de su madre, porque no se imaginaba
una vida continua al lado de Martha ni de Azucena, ni de nadie. Ni de su hijo.
Pero lo traería a los conciertos y le explicaría la colocación de los instrumentos y le adelantaría algo de lo que escucharían para
que lo gozara más. Y el hijo haría cara de fastidio y él guardaría silencio
intentando no estropear el placer de atender un concierto. A Guillermo le
gustaba escuchar la música solo, como en su casa, con la
luz apagada. No había manera de que Azucena se sentara a su lado y dejara
tranquilas las manos y los tratados de sicología: que sólo escuchara. Ella no quería
perder el tiempo. Azucena y su sexo rubio. La imagen fue repentina, lo distrajeron el director que había salido al escenario y los
músicos que se habían puesto de pie y
la música que estaba a punto de comenzar.
Es lógico que
estas soledades geométricas, náufragas de la ciudad de México, se encuentren,
si no para que iba el narrador de esta historia a presentar a uno y a otro, a intercalar
sus quehaceres y develar la manera en que sobreviven el domingo. Anticipamos
una historia de amor, como en aquellas películas donde vemos a A y luego vemos a B salir de casa
y los vemos en un mismo vagón del metro o en el autobús y observamos que se dirigen una mirada y sospechamos
que al día siguiente, pues A y B tienen una
vida rutinaria como ha quedado demostrado en las primeras escenas de
cada uno, se encontrarán y tal vez sonrían el uno al otro, o se rocen las manos en el
tubo del cual se detienen, o se estorben en la puerta de salida. Y acaban tomando un
café y acaban riendo en un bar, y acaban en la cama de un hotel antes de desandar
sus pasos y volver a casa en el mismo vagón. Pero no es fácil juntar a Guillermo y
a Sandra que no viajan en autobús o en metro, que trabajan en distintos puntos de la
ciudad, que dedican sus domingos a espacios distintos. Olvidó el narrador contar que Sandra a veces corre con los audífonos
puestos. No siempre, pues le gusta el graznido de las aves y el
golpe suave de los remos en el agua límpida del canal. Le
sorprenden esos sonidos tan lejanos al Periférico que está a unos metros.
Quiere asombrarse pero a veces no basta y necesita la música para llegar al
estado de flotación y no andar molesta con Juan y con ella por
haberse metido con un casado, por
desear a un jovencito y quererlo añadir a la lista de imposibles, por quejarse de no tener hijos a sus treinta y cinco arios, por
abominar de su madre que le reclama no haberse casado a tiempo.
La música la calma, y no sabe mucho pero a veces escucha Opus 94 y se fija en los nombres de las piezas. Oyó a un
radioescucha decir que en Margolín venden
una buena selección de música. Por eso va un sábado por la tarde, preparando la rutina del domingo. La discusión con Juan
el viernes la tiene contrariada. Que la
adora y la desea pero que no va a cambiar su vida. ¿Qué hay de nuevo?, una historia por ella harto conocida y predecible. Pero
le gusta Juan, le gusta mucho encima de
ella, le gustan mucho sus manos en el cuerpo y cuando pasa una semana y no lo tiene (aunque no espere tenerlo todos los
días en la cama y el desayuno) siente que se abre un abismo. Y se siente
inútil. Quiero algo de Schubert dice al dependiente. ¿Qué está buscando?
Guillermo alcanza a escuchar la petición de la
chica y la pregunta del dependiente. Alcanza a percibir el titubeo de la mujer que levanta los hombros. Entonces él se atreve: La inconclusa. El
dependiente le extiende varios discos a Sandra. El segundo movimiento es
espléndido. Sandra lo mira asombrado. Repara en
el hombre del suéter azul pálido que le habla. Guillermo piensa que sería ideal invitarla al concierto. Tiene una belleza
discreta. La tocarán mañana en el programa de la
sala Nezahualcóyotl; a las doce, le dice. Qué lástima, dice ella. Yo corro a esa hora. ¿Corres? ¿Adónde?, pregunta
Guillermo. Ella se ríe. Doy
vueltas en Cuemanco, no voy a ningún lado. Oiré el concierto en mi discman. No es lo mismo, dice Guillermo. Si cambias de idea, allí nos vemos.
Ésas no son maneras de seducir a nadie, de
halagar a una mujer. Guillermo se siente preparatoriano. ¿Tú no corres?, pregunta ella. Si lo hago, me muero, dice él.
El narrador
es un tramposo, porque aparte de fabricar este encuentro demasiado casual, aunque es verdad que hay cosas que así suceden
(cada quien tiene una en su haber
por más inexplicable que resulte la coincidencia en un mismo espacio en el mismo instante), ahora hay dos posibilidades. O
Guillermo se va a Cuemanco a
buscarla o ella aparece en el concierto del domingo a las doce. O peor aún Esa mañana Guillermo llega al concierto con la antelación
de siempre y las notas sobre
Schubert en la bolsa del saco. Fuma un cigarro en la fuente y medita sobre el
encuentro con la corredora de Cuemanco. ¿Y si aparece?, se pregunta. Pero sabe cuán remoto es que aquello suceda, él que es un hombre
de férrea rutina dominical y no la
cambiaría más que por una emergencia. No preguntó porqué corre a las doce. Tal vez corra con alguien. Sería inútil irla a
buscar. Cuando ella lo reconociera de
lejos, si es que lo reconocía, aunque traía —un tanto a propósito— el mismo suéter azul cielo, sabría que la ha ido a buscar,
que ha dejado el concierto por verla y
no le quedaría más remedio que insistirle que, aunque tarde, aún podrían llegar al concierto o correr al lado de ella con
sus mocasines negros y con los audífonos
que ella le prestaría. Sonríe. Los hombres que llegaron temprano se dirigen hacia las puertas recién abiertas.
Sandra dobla
el cuerpo y extiende las manos hacia las puntas de los pies. Flexiona las rodillas, gira la cintura como si tomara algo
que le queda lejos y sus pies estuvieran
anclados a la tierra. Se pone los audífonos, va a empezar a correr. Se ajusta el discman a la pretina de los pants. Schubert. Camina briosa por la
cinta asfaltada del canal. Se acomoda la
visera, aunque sólo hay resolana ese día. Al levantarse admite la posibilidad: y si voy al concierto. Pero el fantasma de
Robles o mejor dicho el espíritu de flotación, la adicción a la carrera, no le
permiten dudar. Los primeros
acordes la llevan a la sala de conciertos. Imagina al hombre del suéter azul sentado atento. Le pareció simpático y le gustó que supiera tanto
de música. Se le antoja sentarse a su
lado. Pero qué la hace pensar que estará solo. Un hombre agradable como él estaría acompañado, si no tal vez la hubiera
invitado. Comienza el trote y va alargando la
zancada hasta alcanzar otra velocidad. No escucha los graznidos. Mira las canoas dando puntadas al agua como agujas
silenciosas; los hombres
moviendo los remos al unísono, en una danza perfecta y sincrónica, como el arco de los violines, subiendo y bajando, largo, corto. Deteniéndose.
Guillermo atiende el lamento del violín, el
brío de la mano raspando las cuerdas, siente el sonido meterse hondo en su cuerpo como un graznido de aves. Se dirige a la
puerta. Se sube al coche sin quitarse los
audífonos y llega al Periférico. Mira el reloj. Toma la desviación al embarcadero. Busca donde estacionarse. Los violines
rasgan el aire. El graznido quiebra el
silencio.
El narrador
piensa seguir, como si no se adivinara ya en esta acción un final contundente. Pero la vida no lo es, no de la misma manera,
porque Guillermo se sentará en el
pasto entre canales y esperará media hora. Supone que es mucho más del tiempo necesario para que ella de vuelta a la pista de
canotaje, para que vaya al baño, tome un
jugo, regrese al redil. El reflejo incisivo del sol en el agua le dará en la cara, lo obligará a entrecerrar los ojos, a dejar de
mirar a lo lejos. Se topará con el legajo de
hojas en el bolsillo, los archivos sobre Schubert impresos para el concierto,
para la espera mientras se llena la sala. Los saca y los extiende, rasga una
tira que corta el rostro de Schubert por
la mitad e intenta leer: el gran mus, tantes. Se presen... lausos. Volvió al... lleza de su composición. Observa a los lados que nadie lo mira y coloca ese trozo de hoja sobre el agua como
una canoa de palabras. Schubert se
humedece. Schubert la humedece. Sandra se conmueve y no sabe muy bien por qué. Es la música y su mirada que frenética lo
busca entre el público, pero la música
la somete y la hace olvidarse de su propósito. En el intermedio sale esperanzada. Mira a diestra y siniestra, pero el muchacho
del suéter azul no está. Lo hubiera reconocido con toda facilidad. ¿Habrá
venido? El papel navega_ Guillermo desiste. Schubert naufraga. Sandra entra a
la sala de nuevo y siente el peso del discman en su cintura. Sandra se pone los audífonos.
El narrador
insiste en que no se encuentren los futuros amantes. Parece empeñado en el destiempo, en que la felicidad no existe. Teme
sumarse con su voz a los que vivieron
felices para siempre, no les concede un beso, una caricia, mucho menos la cama, conoce los peligros de esas embarcaciones. Sudores rítmicos, adagios
y allegros, desconcierto. Preguntarse ¿y ahora qué? ¿Corremos el domingo en
Cuemanco o venimos al concierto?
Foto: Sala Nezahualcóyotl CCU, la tomé el 2012 en un concierto de la maestra Lisitsa
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