viernes, 8 de mayo de 2015

De Cuentos con Música 2 de 4

Aquí les dejo el segundo cuento con música que me gustó de la revista pauta 119-120


MÚSICA

VLADIMIR NABOKOV
Traducción de Juan Valoro
El vestíbulo inundado de abrigos de ambos sexos. Una rápida sucesión de notas de piano llegó del estudio. El reflejo de Víctor en el espejo del vestíbulo ajustó el nudo de una corbata reflejada. La sirvienta colgó su abrigo estirándose mucho, pero éste se zafó, arrastrando a otros dos, y ella tuvo que empezar todo de nuevo.
Víctor ya estaba caminando de puntas. Llegó al estudio donde la música se vol­vió más sonora y masculina. Wolf, un huésped inusual en esa casa, estaba al pia­no. Los demás —unas treinta gentes en total— escuchaban en actitudes diversas, algunos con la barbilla apoyada en el puño, otros lanzando humo de cigarrillo ha­cia el techo; la iluminación incierta hada que su inmovilidad tuviera una cualidad pictórica. Desde lejos, la elocuente sonrisa de la dueña de casa indicó a Víctor un asiento libre, un sillón horneado como prétzel, casi a la sombra del piano de cola. Él contestó con los gestos evanescentes de quien quiere pasar inadvertido: estoy bien, estoy bien, puedo quedarme así; sin embargo, se empezó a mover en la direc­ción sugerida; se sentó con cuidado y cruzó los brazos con cuidado. La esposa del compositor, boca semiabierta y ojos que parpadeaban de prisa, estaba a punto de voltear la hoja; ahora ya la volteó. Un oscuro bosque de notas ascendentes, un des­censo, un abismo, luego un grupo aislado de pequeños trapecistas en vuelo. Wolf tenía pestañas largas, claras; sus orejas translúcidas tenían un delicado tono carme­sí; atacaba las teclas con extraordinaria velocidad, con vigor, y en las laqueadas profundidades de la caja de resonancia el doble de sus manos se enfrascaba en una pantomima fantasmal, intrincada, casi cómica.

Para Víctor, cualquier música desconocida —y no sabía más que una docena de melodías convencionales— era semejante al sonsonete de una conversación en un idioma extranjero: uno se esfuerza en vano en definir al menos los límites de las palabras, pero todo se resbala y se confunde hasta que el oído rezagado se em­pieza a aburrir. Víctor trató de concentrase en escuchar, pero pronto se descubrió viendo las manos de Wolf y sus reflejos espectrales. Cuando los sonidos crecieron como un trueno insistente, el cuello del pianista se hinchó, sus dedos se tensaron, abiertos al máximo, y emitió un leve gruñido. Hubo un punto en que su mujer se adelantó y él detuvo la página con una instantánea bofetada de la palma izquierda, después él mismo volteó la hoja con increíble velocidad, y ya estaban otra vez las dos manos moldeando furiosamente el teclado quejumbroso. Víctor hizo un estu­dio detallado de aquel hombre: nariz puntiaguda, parpados saltones, la cicatriz que una quemadura dejó en su cuello, el pelo que parecía pelusa rubia, saco negro de amplios hombros. Por un momento Víctor volvió a tratar de concentrarse en la mú­sica, pero apenas empezaba a enfocarla cuando su atención se disolvió. Desvió la vista despacio, sacando su cigarrera, y empezó a examinar a los otros invitados. Entre las caras desconocidas encontró algunas familiares —el simpático y gordin­flón de Kocharovsky allá atrás—, ¿debo saludarlo con la cabeza? Lo hizo, pero so­brepasó su blanco: fue Shmakov, otro conocido, quien reconoció el saludo: escu­ché que se mudaba de Berlín a París, debo preguntarle al respecto. En un diván, flanqueada por dos damas de considerable edad, corpulenta, pelirroja, con los ojos cerrados, Anna Samoylovna estaba semirreclinada, mientras su marido, un larin­gólogo, apoyaba el codo en el brazo de la silla ¿Qué objeto rutilante acaricia con los dedos de su mano libre? Ah, sí, un prince-nez en un listón chejoviano. Más allá, con un hombro en la sombra, un jorobado con barbas, conocido amante de la música, escuchaba con atención, el dedo índice contra su sien. Víctor nunca podía re­cordar su nombre ni su apellido. ¿Boris? No, ese no era. ¿Borisovich? Tampoco ese. Más rostros. Me pregunto si los Haruzins están aquí. Sí, ahí están. No ven en mi dirección. Y al momento siguiente, justo detrás de ellos, Víctor vio a su antigua esposa.

Bajó la mirada de inmediato, golpeó maquinalmente su cigarrillo para descar­gar la ceniza que aún no había tenido tiempo de formarse. Su corazón surgió de al­gún lugar profundo para propinarle un uppercut, luego se retiró, volvió a golpear y empezó a palpitar rápida, desordenadamente, contradiciendo, hundiendo la músi­ca. Sin saber en qué dirección mirar, vio al pianista de reojo, pero no escuchó so­nido alguno: Wolf parecía aporrear un teclado silencioso. El pecho de Víctor esta­ba contraído: tuvo que enderezarse y respirar profundamente; después, regresando apresurada desde muy lejos, jadeando, la música volvió a la vida, y su corazón recuperó un ritmo más regular.

Se habían separado hacía dos años, en otra ciudad, donde el mar golpeaba en las noches. Ahí habían vivido desde que se casaron. Todavía con la mirada baja, trató de mitigar con pensamientos triviales la estruendosa urgencia con que el pasado se le venía encima: ella debía haberlo observado momentos antes, cuando recorrió el cuarto a todo lo largo para alcanzar su silla, con largas, silenciosas y bamboleantes zancadas. Era como si alguien lo hubiese descubierto desvestido o atareado en alguna ocupación idiota: mientras recordaba cómo se zarandeó con inocencia fren­te a su vista (¿hostil?, ¿burlona?, ¿curiosa?) se preguntó si su anfitriona o alguien más en el salón estaría al tanto de la situación, ¿cómo habría llegado ella ahí?, ¿lo habría hecho sola o con su nuevo esposo?, ¿qué debía hacer él?, ¿quedarse como es­taba o desviar la vista hacia ella? No, verla era aún imposible; primero tenía que acostumbrarse a su presencia en ese salón amplio pero aprisionador: la música los había cercado, convirtiéndose en la prisión donde permanecerían cautivos hasta que el pianista dejara de construir y de mantener en alto sus bóvedas sonoras. ¿Qué fue lo que tuvo tiempo de observar en ese rápido golpe de reconocimien­to? Tan poco: sus ojos distantes, su pálida mejilla, un mechón de pelo negro y, tan vago como un personaje secundario, un collar de cuentas o algo alrededor de su cuello, ¡Tan poco! Sin embargo, ese descuidado esbozo, esa imagen inacabada en realidad era su esposa, y la combinación momentánea de resplandor y sombra se resolvía en la entidad única que llevaba su nombre. ¡Qué lejano parecía todo! Se enamoró locamente de ella una tarde bochornosa, bajo un cielo desleído, en la terraza del club de tenis; un mes después, en su noche de bodas, llovió tan fuerte que no se podía oír el mar. Qué dicha había sido. Dicha, qué palabra tan húmeda, chapoteante, salpicante, tan viva, tan amaestrada, capaz de sonreír y llorar por cuenta propia. Y a la mañana siguiente: aquellas brillantes ho­jas en el jardín, aquel mar casi silencioso, aquel mar lánguido, lechoso, plateado.

Tenía que hacer algo con la ceniza. Se volvió y de nuevo su corazón perdió un latido. Alguien se había estirado, bloqueándola casi por completo, para sacar un pa­ñuelo blanco como la muerte; pero luego el codo del desconocido empezó a retro­ceder; ella iba a resurgir, sí, en un momento resurgirá. No, no soportaré verla. Hay un cenicero sobre el piano.

La barrera de sonidos seguía igual de alta, impenetrable. Las manos espectrales en las profundidades laqueadas continuaban padeciendo las mismas contorsiones. "Seremos eternamente felices", ¡qué melodía en esa frase, ¡qué fulgor! Ella tenía una suavidad de terciopelo en todos lados, daban ganas de alzarla, con las piernas dobladas, como uno hubiera alzado a un potrillo. Abrazarla y doblarla. ¿Y después qué? ¿Qué se podía hacer para poseerla completamente? Amo tu hígado, tus riño­nes, tus células sanguíneas. A esto contestaría: "no seas asqueroso". Vivían sin lu­jo ni pobreza, iban a nadar al mar casi todo el año. Las aguamalas, arrojadas sobre los guijarros de la playa, temblaban con el viento. Los acantilados de Crimea relu­cían bajo la espuma. En una ocasión vieron a unos pescadores cargar el cuerpo de un ahogado; sus pies descalzos sobresalían de la cobija, sorprendidos. En las tardes ella solía hacer cocoa.

Volvió a mirar. Ahora ella tenía la mirada baja, las piernas cruzadas, la barbilla apoyada en los nudillos: era muy musical; Wolf debía estar tocando una pieza her­mosa, célebre. "No podré dormir en muchas noches", pensó Víctor al contemplar su cuello blanco y el suave ángulo de su rodilla. Ella llevaba un ligero vestido ne­gro, desconocido para él, y su collar no dejaba de atraer la luz. ¡No, no podré dor­mir, y no debo volver aquí. Todo ha sido en vano: dos años de luchas y esfuerzos, mi paz mental casi recuperada —y ahora debo empezar de nuevo, tratar de borrar­lo todo, todo lo que ya había sido casi olvidado, y encima de todo esta tarde". De pronto le pareció que ella lo miraba furtivamente, y vio hacia otro lado.

La música debía acercarse a un final. Cuando llegan esos acordes frenéticos, ja­deantes, casi siempre significa que el fin está cerca. Otra palabra inquietante, fin... Finta fingida... La finta de un relámpago en el cielo, nubes de polvo fingiendo un destino desastroso. Con la llegada de la primavera ella empezó a estar extrañamen­te ensimismada. Hablaba casi sin mover los labios. Él le preguntaba "¿qué pasa contigo?" "Nada, nada en especial." A veces ella lo miraba desde sus ojos entrece­rrados, con expresión enigmática. "¿Qué pasa?" "Nada "Al anochecer igual hubie­ra sido que ella estuviera muerta. Imposible hacer algo con ella; a pesar de ser una mujer pequeña y delgada, se podía volver pesada, tan sólida como si estuviera he­cha de piedra. "Dime de una vez por todas qué te pasa." Así transcurrió cerca de un mes. Luego, una mañana (sí, la mañana de su cumpleaños) dijo con toda senci­llez, como si hablara de nimiedades: "Separémonos por un tiempo. No podemos seguir así". La niña de los vecinos irrumpió en el cuarto para mostrarles su gatito (único sobreviviente de una camada que habían ahogado). "Vete, vete, más tarde." La niña se fue. Hubo un largo silencio. Después de un rato, despacio, sin decir pa­labra, él la tomó de las muñecas y se las torció (hubiera querido romperla por com­pleto, dislocar cada una de sus articulaciones con ruidosos crujidos). Ella empezó a llorar. Entonces él se sentó a la mesa y fingió leer el periódico. Ella salió al jar­dín, pero regresó pronto. "No puedo ocultarlo más. Debo decirte todo." Y con una curiosa perplejidad, como si hablara de otra mujer que la sorprendía, invitándolo a compartir su sorpresa, lo dijo, lo dijo todo. El hombre en cuestión era un mucha­cho fornido, modesto y reservado que los visitaba para jugar al whist y disfrutaba hablando de pozos artesianos. La primera vez fue en el parque, luego en casa de él.

Lo demás es completamente difuso. Fatigué la playa hasta el anochecer. Sí, la música parece terminar. Cuando abofeteé su cara en el muelle, él dijo: "Esto lo pa­garás caro", recogió su gorra del piso y se fue. No me despedí de ella. Qué tonto hubiera sido pensar en matarla. Puedes seguir viviendo, vive. Vive como vives ahora, como estás sentada ahora, siéntate así para siempre. Vamos, mírame, te lo suplico, por favor, veme. Te perdonaré todo, y todo nos será perdonado, ¿entonces por qué evitarlo? Veme, veme, desvía tus ojos, mis ojos, mis adorados ojos. No. Se acabó.

Los insistentes zarpazos finales, acordes vertiginosos —uno más y tan solo un respiro para otro más, y después de este acorde concluyente con el que la música parecía rendirse con toda el alma, el intérprete apuntó y con precisión felina descargó una sencilla y solitaria nota de oro. La barrera musical se disolvió. Aplausos.

Wolf dijo: "Ha pasado mucho tiempo desde que toqué esto por última vez." La esposa de Wolf dijo: "Ha pasado mucho, ustedes saben, sin que mi esposo tocara esta pieza."

Acercándosele, abrumándolo y golpeándolo con su panza, el laringólogo dijo a Wolf: "¡Maravilloso! Siempre he sostenido que esto es lo mejor que él compuso, aunque me pareció que al final usted modernizó las coloraturas un poquitín excesivamente. No sé si me explico, pero usted ve..."

Víctor miraba en dirección a la puerta. Ahí, una mujer esbelta de pelo negro, con una sonrisa ingenua, hablaba con la anfitriona, que no dejaba de exclamar, sorprendida, "ni me lo diga, todos tomaremos el té ahora y luego escucharemos a un cantante." Pero ella continuaba sonriendo, desamparada, y seguía rumbo a la puerta. Víctor se dio cuenta: aquella música que le había parecido un estrecho calabozo donde estaban obligados a sentarse cara a cara, a unos seis metros de distancia, engrilletados por los sonidos, en realidad había sido una dicha increíble, un mágico domo de cristal que los enlazó, los mantuvo presos, hizo posible que respiraran el mismo aire, y ahora todo se había roto y desmoronado y ella desaparecía por la puerta. Wolf ya había cerrado el piano y el encanto del cautiverio no podía restituirse.

Ella se fue. Nadie parecía haber notado nada. Lo saludó un hombre llamado Boke que dijo con voz suave "no dejé de observarlo. ¡Qué reacción ante la música! Sabe, se veía tan aburrido que sentí lástima por usted. Es posible que sea usted tan completamente indiferente?"
"¿Por qué? No, no estaba aburrido." Víctor contestó con dificultad. "Es sólo que no tengo oído para la música, y esto me convierte en mal juez. Por cierto, ¿qué fue lo que tocó?"

"Lo que usted quiera", dijo Boke en el tono inquieto de un desubicado, La plegaria de una Virgen o la Sonata Kreuzer, "cualquier cosa que usted quiera".

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