MÚSICA
VLADIMIR NABOKOV
Traducción de Juan Valoro
El vestíbulo inundado de abrigos de ambos sexos. Una
rápida sucesión de notas de piano llegó del estudio. El reflejo de Víctor en el
espejo del vestíbulo ajustó el nudo de una corbata reflejada. La
sirvienta colgó su abrigo estirándose mucho, pero éste se zafó, arrastrando a
otros dos, y ella tuvo que empezar todo de nuevo.
Víctor ya estaba caminando de puntas. Llegó al estudio
donde la música se volvió más sonora y masculina. Wolf, un huésped inusual en
esa casa, estaba al piano. Los demás —unas treinta gentes
en total— escuchaban en actitudes diversas, algunos con la
barbilla apoyada en el puño, otros lanzando humo de cigarrillo hacia el techo;
la iluminación incierta hada que su inmovilidad tuviera una cualidad pictórica.
Desde lejos, la elocuente sonrisa de la dueña de casa indicó a Víctor un asiento libre,
un sillón horneado como prétzel, casi a la sombra del piano de cola. Él contestó con
los gestos evanescentes de quien quiere pasar inadvertido: estoy bien, estoy
bien, puedo quedarme así; sin embargo, se empezó a mover en la dirección sugerida;
se sentó con cuidado y cruzó los brazos con cuidado. La esposa del compositor, boca
semiabierta y ojos que parpadeaban de prisa, estaba a punto de voltear la
hoja; ahora ya la volteó. Un oscuro bosque de notas ascendentes, un descenso, un
abismo, luego un grupo aislado de pequeños trapecistas en vuelo. Wolf tenía pestañas
largas, claras; sus orejas translúcidas tenían un delicado tono carmesí; atacaba las
teclas con extraordinaria velocidad, con vigor, y en las laqueadas profundidades
de la caja de resonancia el doble de sus manos se enfrascaba en una pantomima
fantasmal, intrincada, casi cómica.
Para Víctor,
cualquier música desconocida —y no sabía más que una docena de melodías
convencionales— era semejante al sonsonete de una conversación en un idioma
extranjero: uno se esfuerza en vano en definir al menos los límites de las palabras,
pero todo se resbala y se confunde hasta que el oído rezagado se empieza a aburrir.
Víctor trató de concentrase en escuchar, pero pronto se descubrió viendo las
manos de Wolf y sus reflejos espectrales. Cuando los sonidos crecieron como un trueno
insistente, el cuello del pianista se hinchó, sus dedos se tensaron, abiertos
al máximo, y emitió un leve gruñido. Hubo un punto en que su mujer se adelantó y él
detuvo la página con una instantánea bofetada de la palma izquierda, después él
mismo volteó la hoja con increíble velocidad, y ya estaban otra vez las dos manos
moldeando furiosamente el teclado quejumbroso. Víctor hizo un estudio detallado
de aquel hombre: nariz puntiaguda, parpados saltones, la cicatriz que una quemadura
dejó en su cuello, el pelo que parecía pelusa rubia, saco negro de amplios
hombros. Por un momento Víctor volvió a tratar de concentrarse en la música, pero
apenas empezaba a enfocarla cuando su atención se disolvió. Desvió la vista despacio,
sacando su cigarrera, y empezó a examinar a los otros invitados. Entre las caras
desconocidas encontró algunas familiares —el simpático y gordinflón de
Kocharovsky allá atrás—, ¿debo saludarlo con la cabeza? Lo hizo, pero sobrepasó su
blanco: fue Shmakov, otro conocido, quien reconoció el saludo: escuché que se mudaba
de Berlín a París, debo preguntarle al respecto. En un diván, flanqueada por
dos damas de considerable edad, corpulenta, pelirroja, con los ojos cerrados, Anna
Samoylovna estaba semirreclinada, mientras su marido, un laringólogo, apoyaba
el codo en el brazo de la silla ¿Qué objeto rutilante acaricia con los dedos de su
mano libre? Ah, sí, un prince-nez en un listón chejoviano. Más allá, con un hombro en
la sombra, un jorobado con barbas, conocido amante de la música, escuchaba con
atención, el dedo índice contra su sien. Víctor nunca podía recordar su nombre
ni su apellido. ¿Boris? No, ese no era. ¿Borisovich? Tampoco ese. Más
rostros. Me pregunto si los Haruzins están aquí. Sí, ahí están. No ven en mi dirección. Y
al momento siguiente, justo detrás de ellos, Víctor vio a su antigua esposa.
Bajó la mirada
de inmediato, golpeó maquinalmente su cigarrillo para descargar la ceniza
que aún no había tenido tiempo de formarse. Su corazón surgió de algún lugar
profundo para propinarle un uppercut, luego se retiró, volvió a golpear
y empezó a palpitar rápida, desordenadamente,
contradiciendo, hundiendo la música. Sin saber en qué dirección
mirar, vio al pianista de reojo, pero no escuchó sonido alguno:
Wolf parecía aporrear un teclado silencioso. El pecho de Víctor estaba contraído:
tuvo que enderezarse y respirar profundamente; después, regresando apresurada desde
muy lejos, jadeando, la música volvió a la vida, y su corazón recuperó un ritmo
más regular.
Se habían separado hacía dos años, en otra ciudad, donde el mar golpeaba en
las noches. Ahí habían
vivido desde que se casaron. Todavía con la mirada baja, trató de mitigar con pensamientos triviales la
estruendosa urgencia con que el pasado se le venía encima: ella debía haberlo observado
momentos antes, cuando recorrió el cuarto a todo lo largo para alcanzar su silla, con largas, silenciosas y
bamboleantes zancadas. Era como
si alguien lo hubiese descubierto desvestido o atareado en alguna ocupación idiota: mientras recordaba cómo se
zarandeó con inocencia frente a su vista (¿hostil?, ¿burlona?, ¿curiosa?) se preguntó si su anfitriona
o alguien más
en el salón estaría al tanto de la situación, ¿cómo habría llegado ella ahí?, ¿lo
habría hecho sola o con
su nuevo esposo?, ¿qué debía hacer él?, ¿quedarse como estaba o desviar la vista hacia ella? No, verla era
aún imposible; primero tenía que acostumbrarse a su presencia en ese salón amplio pero aprisionador: la
música los había
cercado, convirtiéndose en la prisión donde permanecerían cautivos hasta que el
pianista dejara de construir y de mantener en alto sus bóvedas sonoras. ¿Qué fue lo que tuvo tiempo de observar en ese rápido golpe de reconocimiento? Tan poco: sus ojos distantes, su pálida
mejilla, un mechón de pelo negro y, tan vago como un personaje secundario, un
collar de cuentas o algo alrededor de su cuello, ¡Tan poco! Sin embargo, ese descuidado
esbozo, esa imagen inacabada en realidad era su esposa, y la combinación momentánea de
resplandor y sombra se resolvía en la entidad única que llevaba su nombre. ¡Qué lejano parecía todo! Se enamoró locamente de ella una tarde
bochornosa, bajo
un cielo desleído, en la terraza del club de tenis; un mes después, en su noche
de bodas, llovió tan fuerte que no se podía oír el mar. Qué dicha había sido.
Dicha, qué palabra tan húmeda,
chapoteante, salpicante, tan viva, tan amaestrada, capaz de sonreír y llorar por cuenta propia. Y a la mañana
siguiente: aquellas brillantes hojas en el jardín, aquel mar casi silencioso,
aquel mar lánguido, lechoso, plateado.
Tenía que hacer algo con
la ceniza. Se volvió y de nuevo su corazón perdió un latido. Alguien se
había estirado, bloqueándola casi por completo, para sacar un pañuelo blanco como la
muerte; pero luego el codo del desconocido empezó a retroceder; ella iba a
resurgir, sí, en un momento resurgirá. No, no soportaré verla. Hay un cenicero sobre el
piano.
La barrera de sonidos seguía igual de alta, impenetrable. Las manos
espectrales en
las profundidades laqueadas continuaban padeciendo las mismas contorsiones. "Seremos eternamente felices", ¡qué
melodía en esa frase, ¡qué fulgor! Ella tenía una suavidad de terciopelo en todos lados, daban
ganas de alzarla, con las piernas dobladas, como uno hubiera alzado a un potrillo. Abrazarla y doblarla. ¿Y
después qué? ¿Qué se podía hacer
para poseerla completamente? Amo tu hígado, tus riñones, tus células sanguíneas. A esto contestaría:
"no seas asqueroso". Vivían sin lujo ni pobreza, iban a nadar al mar casi todo el
año. Las aguamalas, arrojadas sobre los guijarros de la playa, temblaban con el viento. Los acantilados de
Crimea relucían
bajo la espuma. En una ocasión vieron a unos pescadores cargar el cuerpo de un ahogado; sus pies descalzos sobresalían de la
cobija, sorprendidos. En las tardes ella solía hacer cocoa.
Volvió a mirar. Ahora ella tenía la mirada baja, las piernas cruzadas, la
barbilla apoyada en los nudillos:
era muy musical; Wolf debía estar tocando una pieza hermosa, célebre. "No podré dormir en muchas
noches", pensó Víctor al contemplar su cuello blanco y el suave ángulo de su rodilla.
Ella llevaba un ligero vestido negro, desconocido para él, y su collar no dejaba de atraer la luz. ¡No, no
podré dormir,
y no debo volver aquí. Todo ha sido en vano: dos años de luchas y esfuerzos, mi paz mental casi recuperada —y ahora debo
empezar de nuevo, tratar de borrarlo todo, todo lo que ya había sido casi olvidado, y encima de todo esta
tarde". De pronto le pareció que ella lo miraba furtivamente, y vio hacia otro lado.
La música debía acercarse a un final. Cuando llegan esos acordes
frenéticos, jadeantes, casi siempre significa que el fin está cerca. Otra palabra
inquietante, fin... Finta fingida... La finta de un relámpago en el cielo, nubes de polvo fingiendo
un destino desastroso. Con la llegada de la primavera ella empezó a estar
extrañamente
ensimismada. Hablaba casi sin mover los labios. Él le preguntaba "¿qué
pasa contigo?"
"Nada, nada en especial." A veces ella lo miraba desde sus ojos entrecerrados, con expresión enigmática. "¿Qué
pasa?" "Nada "Al anochecer igual hubiera sido que ella estuviera muerta. Imposible hacer
algo con ella; a pesar de ser una mujer pequeña y delgada, se podía volver pesada, tan sólida como si
estuviera hecha
de piedra. "Dime de una vez por todas qué te pasa." Así transcurrió
cerca de un mes. Luego, una
mañana (sí, la mañana de su cumpleaños) dijo con toda sencillez, como si hablara de nimiedades:
"Separémonos por un tiempo. No podemos seguir así". La niña de los vecinos irrumpió
en el cuarto para mostrarles su gatito (único sobreviviente de una camada que habían
ahogado). "Vete, vete, más tarde." La niña se fue. Hubo un largo silencio. Después de
un rato, despacio, sin decir palabra, él la tomó de las muñecas y se las torció (hubiera querido romperla
por completo, dislocar cada una
de sus articulaciones con ruidosos crujidos). Ella empezó a llorar. Entonces él se sentó a la mesa y fingió
leer el periódico. Ella salió al jardín, pero regresó pronto. "No puedo ocultarlo más. Debo decirte
todo." Y con una curiosa perplejidad, como si hablara de otra mujer que la sorprendía,
invitándolo a compartir
su sorpresa, lo dijo, lo dijo todo. El hombre en cuestión era un muchacho fornido, modesto y reservado que los visitaba
para jugar al whist y disfrutaba hablando de pozos artesianos. La primera vez fue en el parque, luego en
casa de él.
Lo demás es
completamente difuso. Fatigué la playa hasta el anochecer. Sí, la música parece
terminar. Cuando abofeteé su cara en el muelle, él dijo: "Esto lo pagarás caro", recogió su gorra del piso y se fue. No
me despedí de ella. Qué tonto hubiera sido
pensar en matarla. Puedes seguir viviendo, vive. Vive como vives ahora, como estás sentada ahora, siéntate así para
siempre. Vamos, mírame, te lo suplico, por favor, veme. Te perdonaré todo, y
todo nos será perdonado, ¿entonces por qué
evitarlo? Veme, veme, desvía tus ojos, mis ojos, mis adorados ojos. No.
Se acabó.
Los insistentes
zarpazos finales, acordes vertiginosos —uno más y tan solo un respiro para otro más, y después de este acorde
concluyente con el que la música parecía rendirse con toda el alma, el intérprete apuntó y con precisión
felina descargó
una sencilla y solitaria nota de oro. La barrera musical se disolvió. Aplausos.
Wolf dijo: "Ha pasado mucho tiempo desde que toqué
esto por última vez." La esposa de Wolf dijo: "Ha pasado
mucho, ustedes saben, sin que mi esposo tocara esta pieza."
Acercándosele, abrumándolo y golpeándolo con su panza, el
laringólogo dijo a Wolf: "¡Maravilloso!
Siempre he sostenido que esto es lo mejor que él compuso, aunque me
pareció que al final usted modernizó las coloraturas un poquitín excesivamente. No sé si me explico, pero usted
ve..."
Víctor miraba en
dirección a la puerta. Ahí, una mujer esbelta de pelo negro, con una sonrisa
ingenua, hablaba con la anfitriona, que no dejaba de exclamar, sorprendida,
"ni me lo diga, todos tomaremos el té ahora y luego escucharemos a un cantante."
Pero ella continuaba sonriendo, desamparada, y seguía rumbo a la puerta. Víctor se
dio cuenta: aquella música que le había parecido un estrecho calabozo donde estaban
obligados a sentarse cara a cara, a unos seis metros de distancia, engrilletados
por los sonidos, en realidad había sido una dicha increíble, un mágico domo de
cristal que los enlazó, los mantuvo presos, hizo posible que respiraran el mismo aire,
y ahora todo se había roto y desmoronado y ella desaparecía por la puerta. Wolf ya
había cerrado el piano y el encanto del cautiverio no podía restituirse.
Ella se fue. Nadie parecía haber
notado nada. Lo saludó un hombre llamado Boke que dijo con voz suave "no
dejé de observarlo. ¡Qué reacción ante la música! Sabe, se veía tan aburrido que sentí lástima por
usted. Es posible que sea usted tan completamente indiferente?"
"¿Por qué? No, no estaba
aburrido." Víctor contestó con dificultad. "Es sólo que no tengo oído para la música, y esto me convierte en
mal juez. Por cierto, ¿qué fue lo que tocó?"
"Lo que usted quiera",
dijo Boke en el tono inquieto de un desubicado, La plegaria de una Virgen o la Sonata Kreuzer,
"cualquier cosa que usted quiera".
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