Hace varias semanas terminé de leer un número de 2011 de la revista pauta, en el que se celebra su 30 aniversario, en ese número, la revista lo dedica a volver a publicar cuentos, en los que la música juega un papel importante en cada una de sus historias. Estos cuentos fueron seleccionados de entre las publicaciones hechas a lo largo de sus 30 años, y fueron ordenados cronológicamente. En total son 40, de los cuales me han gustado mucho 4, los que voy a compartir con ustedes, en el mismo orden en el que los publicó la revista. De estos 4 hay uno que me gustó más y por coincidencia es el último que voy a compartir.
Aquí les va el primero, no lo transcribí, lo pasé por un escaner y le di copiar y pegar. Espero que les entretenga y les guste.
OLAF OYE A RACHMANINOFF
CARY KERNER
Traducción de Horado Quiñones
Es curioso eso de cómo tantas cosas suceden
todo el tiempo sin que uno se dé cuenta de nada hasta que se tropieza con
ellas. Como eso de los que tocan el piano y andan por todos lados cobrando tres
coronas por cada gente que los quiere oír. Yo nunca hubiera sabido que había esa clase
de tipos si no hubiera sido por mi sobrina Juanita.
Yo he cuidado a Juanita desde que era un
monigote chiquito. Como Felipa, mi mujer, pronto no la quiso tener cerca porque
le daba mucha lata, la mandé de interna a un colegio y dejé que le dieran clases de
música, y como para eso hicieron no sé qué arreglo en las vacaciones, la dejé
de ver por muchos arios. Felipa siempre anda recriminándome por aquello de los gastos; pero
yo quiero que Juanita llegue al puerto.
Bueno, pues
hace como dos años que Juanita me escribió preguntándome que si podía cambiar de maestro de piano y tomar clases
de uno que era muy bueno de verdad, uno muy caro que Creo se llama Lorry o algo así. Y la señora que
dirige el internado también me escribió y me dijo que yo debería dejar
que Juanita tomara clases de ese señor, porque ella iba a ser algún día una
famosa pianista. A mí me pareció que todo era pura tontería, porque yo nunca he
visto que los parientes de Juanita, por los dos lados, hayan sido nunca otra cosa
que marineros trabajadores y humildes. Pero como yo no soy de esos que a la fuerza
quieren que todos piensen igual que ellos, pues me decidí a mandar más dinero
después de haberlo pensado un poco, y me callé la boca sin decirle nada a
Felipa.
Al fin y al cabo que Felipa no sabe cómo
andan mis negocios, porque a veces, cuando estoy muy cansado, me voy a la casa,
pero otras veces me quedo en la casa del capitán Spraghe, sobre todo según me haya
ido con Felipa la última vez que la he visto. Yo siempre he pensado que hay
tempestades que se pueden capotear, pero a otras hay que huirles, y yo no soy de los
que andan buscando dificultades.
Pues nada,
que cuando las cosas se pusieron difíciles con esos del comercio, y muchos
barcos tuvieron que suspender sus viajes porque no había carga, pensé que al fin y al cabo podría darle a Felipa lo
que me andaba pidiendo desde hacía mucho, corno era su derecho, si sólo yo le
cortara un poco los gastos que estaba haciendo con Juanita en la escuela. Y le
escribí diciéndole cómo andaban las cosas, a ver si podía darse maña para aprender lo
mismo con un profesor más barato. Inmediatamente recibí
la carta más linda que pudiera esperar. Me dijo que sentía mucho no haberse dado cuenta de que la
situación era mala, y que al fin y al cabo ya había estado pensando dejar de
tomar clases y ponerse a enseñar el piano a niños y gente que todavía no sabían
tanto corno ella.
Fue una carta muy animadora, hasta con dos o
tres chistes como los que siempre acomoda en sus cartas, las que acostumbraba
yo enseñarle a Felipa, pero que ahora ya no le enseño. Pero me sentía muy raro
mientras la estaba leyendo: algo así como cuando yo era muchacho y mi madre me regañaba
porque me gustaba andar en el muelle oliendo a pescado y hablando de barcos. Al
leer la carta oía todo el tiempo algo corno un ruido de alguien que llora,
como gaviotas en una noche de borrasca.
Y de repente me entraron ganas de ir a ver a
Juanita, ya que no lo había hecho nunca; le escribí, y fui.
Ella fue a
la estación para encontrarme, y fue bueno que ella me reconociera, porque yo
nunca me hubiera imaginado que ella era mi pequeña Juanita. De la nena graciosa, gordita y de ojos grandes que
era antes, se había transformado en la muchacha más hermosa que uno se pudiera
imaginar. Delgada y fina como un yate, con ojos azules como el mar, cara llena
de hoyuelos cuando sonreía, y su cabello como una aureola dorada sobre sus
hombros. Sus manos eran casi tan fuertes como las de un hombre, pero blancas y largas.
Buscamos un lugar para comer y platicar, y
lo primero que ocurrió fue que le brillaron los ojos y sacó unos papeles de su
bolsa:
—Mira, tío Olaf, ¡dos boletos para
Rachmaninoff!
Me di cuenta de que lo que yo debía haber
hecho era patear y gritar de gusto, pero no tuve más remedio que decirle que yo
no sabía quién era ese Rachmaninoff. — ¡Pero si es el príncipe de todos ellos! ¡El
gran pianista ruso!
Con lo que me dejó igual que antes. Pero
ella dijo que era como un dios o algo así, y la dejé que se volviera loca de
entusiasmo. Pero yo ya sé por experiencia que hay que tener miedo de ir a donde una mujer
quiere llevarlo a uno, y le dije que no tenía mucho tiempo para quedarme, y que
mejor ella me tocara algo si había un piano a la mano.
Ella se
volvió toda hoyuelos y me dijo:
— ¡Pero si
he pagado seis coronas de las que has ganado con tanto trabajo, tío, para agasajarte a lo grande!
— ¡Seis
coronas! — temo mucho que grité muy fuerte—. ¿Quieres decir que...? —Ah, pero fue por dos boletos —me respondió
inmediatamente, como si tres coronas por cada boleto no fueran nada.
Iba yo a decir algo acerca de la mala
situación, pero no quise sentirme responsable por quitarle esa mirada de felicidad de
la cara, y me callé. Además, de todos modos, cada vez que me siento con ánimo de
ser tacaño, me acuerdo de lo tacaña que es Felipa, y mejor me callo.
No pasó mucho tiempo sin que fuéramos a la
casa de la ópera, donde ese tipo cobraba tres coronas por asiento. Había un
montón de mujeres pavoneándose enfrente, hablando tonterías y haciéndose las interesantes,
y mirándose en espejitos, y oliendo hacia el cielo con perfumes raros.
—iTe va a encantar, tío! —me decía Juanita
cada vez que yo trataba de disuadirla de meternos entre tanta gente.
—Sí, yo creo que me va a encantar... tanto
como si me mandaras a capotear un temporal noroeste —dije yo, y ella nada más
sonreía.
Adentro, cuando al fin entramos, había más
asientos de los que yo nunca había visto en mi vida, y muy pronto todos
estuvieron llenos. Y había muchos hombres también, lo que muestra que también hay
muchas mujeres tercas y alborotadoras en el mundo, y yo me quedé pensando si ellos
se sentían tan a disgusto corno yo, ahí sentados esperando que viniera otro a
tocarles en el piano. Ya me imaginaba cómo ese Rachmaninoff estaba por ahí
viéndonos y riéndose de habernos hecho gastar tres coronas por oírlo. Eso me hizo
que me enojara un poco, pero al fin y al cabo, pensé, cada quien se gana la vida como
puede, y quizás el pobre no sabía hacer otra cosa.
No había
nada de decorado en el escenario, nada más un piano con la tapa abierta, y se veía muy feo. De repente todos se quedaron quietos, y
alguien dijo quedito:
—¡Ya viene! —como si fuera un circo o algo.
Y luego todos comenzaron a aplaudir, y él
entró caminando al foro. De veras que me sorprendí al verlo. Me pareció que un hombre
tan fuerte podía hacer lo menos una docena de cosas más útiles que tocar el piano.
Él se inclinó muy serio, fue a sentarse
delante del piano y esperó a que todos se quedaran callados a su gusto. No pude menos
que sentir lástima por él, ahí sentado solito y todo el mundo viéndolo. Supongo que fue lo
nervioso que se puso desde el principio lo que lo hizo equivocarse tantas
veces en casi todas las piezas que tocó.
Tan pronto como dejaron de aplaudir, comenzó
a templar el piano. Al principio sus dedos estaban algo duros y tiesos, y nada
más picaba aquí y allá, pero muy pronto se calentó de una manera
sorprendente, y antes de que me diera cuenta ya estaba yo sentado en la orilla del asiento
tratando de comprender cómo podía hacer para que no se le enredaran los dedos,
de tan aprisa que los movía. Iba para arriba y para abajo, cada vez más aprisa,
tratando de mostrarle al público qué tan rápido podía mover las manos Pero al rato,
como que ya no pudo más, y lo dejó. Luego comenzó a intentar una que otra
tonada, pero sin terminar ninguna, y las dejaba de tocar precisamente cuando uno ya le
comenzaba a tomar gusto. Y luego se puso a ver qué tan fuerte tocaba el piano, y
luego que vio lo que el piano podía aguantar, suspendió todo.
¡Y vaya! ¡Si vieran cómo aplaudió esa gente!
Todos estaban contentos de que ya estuviera listo para comenzar a tocar.
Inmediatamente comenzó, pero por cierto que
no sonó muy bien. La verdad es que me gustó más cuando estaba templando el piano.
Parecía dudar de por fin qué pieza tocar, y esto le perjudicaba mucho. Había un
montón de sonidos agradables y de repente brincaba a otra cosa.
Por fin se puso a tocar algo que ya iba para
largo y que a mí me estaba gustando, por cierto que hasta me senté bien para
oírlo, cuando se tropezó con un montón de notas equivocadas. Luego comenzó de nuevo, pero
siempre se equivocaba en el mismo lugar. Sin embargo, persistía en su intento,
cada vez más fuerte y más fuerte, como si estuviera decidido a lograrlo así se
tuviera que quedar toda la noche. Pero no mejoró nada hasta que renunció y
dejó esa pieza, pero no le valió, porque siguió lo mismo. Uno podía notar que
estaba medio acalorado, y no lo culpo, ¡la vergüenza de fallar delante de tanta gente!
Seguía enojándose más y más hasta que perdió
por completo su control, y la forma en que golpeaba las teclas era algo horrible. Suerte
que la tapa del piano estaba alzada, que si no, explota. Y de repente se dejó caer con
las dos manos, tan fuerte como pudo, haciendo el ruido más horroroso que yo haya
oído nunca. Y ahí mismo abandonó todo y se paró, inclinándose como pidiendo
excusas por haberlo siquiera intentado. Por lo menos eso pensé, aunque Juanita me
dijo que era una pieza maravillosa. ¡Y la gente aplaudiendo! Me molestaba pensar
en que la gente debiera darse cuenta de que él comprendía que el aplauso era
sólo cortesía.
Iba a decirle yo algo más a Juanita, pero
tengo mis razones para saber que no conviene ser sincero con las mujeres. Pero
Juanita no es tan tonta, y me dijo:
—Quizás no
te hayan gustado tanto estos números, tío Olaf, pero hay unos en el programa ¡que los va a adorar!
— ¡Ojalá! —exclamé mientras pensaba en las
seis coronas.
Y luego ella se encogió toda en su asiento,
como llena de gusto: —Vas a estar contento de haber venido, ¡ya verás!
Pero las dos siguientes piezas no fueron
gran cosa y, sin embargo, la gente aplaudió cada vez. Yo luego comprendí que
todos sabían que tenía una cosa muy buena de reserva, y nada más lo estaban
alentando hasta que llegara su turno de tocarla. Juanita decía que no se estaba
equivocando, pero yo sé que mis orejas todavía son lo bastante buenas para
saber si un son está entonado o no. Lo único que
tengo que decir en su favor es que no se equivocaba por equivocarse, lo que casi lo compone todo, como quien dice. Es como
Felipa. Ella se obstina tanto en sus errores que no tiene uno más remedio que
admirarla.
tengo que decir en su favor es que no se equivocaba por equivocarse, lo que casi
Bueno, pues antes de que comenzara una de
esas piezas, se sintió que lo que iba a seguir era cosa buena. Todos como que
aguantaban el respiro, y la gente delante de nosotros se hizo para atrás en sus
asientos como si se acomodaran para el resto de sus vidas.
Entró muy decidido, tratando de tantear a la
gente sobre dónde se movían sus manos. Las tenía en los extremos del piano, y
de repente ya estaban en la mitad, saltando para adelante y para atrás, agarrando un punto
de notas en un lado y azotándolas en otro, como si se tratara de arrancarles la
cáscara a las teclas. Una mano andaba persiguiendo a la otra por todo el piano,
repicando como granizo en la
cubierta, en golpes rápidos y secos, y más y más aprisa, hasta que se le descontrolaron los dedos en tal forma que sólo se deslizaban sin parar, haciéndome recordar al viejo capitán Spraghe, que cuando andaba borracho nada más iba balanceándose sobre el puente, tratando de aparentar que no tenía que pescarse del barandal.
cubierta, en golpes rápidos y secos, y más y más aprisa, hasta que se le descontrolaron los dedos en tal forma que sólo se deslizaban sin parar, haciéndome recordar al viejo capitán Spraghe, que cuando andaba borracho nada más iba balanceándose sobre el puente, tratando de aparentar que no tenía que pescarse del barandal.
De repente se enredó y se vio en un apuro
difícil, pero en un arranque se zafó de la dificultad, volviendo al carril
salvajemente. Era como el viento aullando y rasgando entre el velamen, con las lonas
azotadas unas contra otras. Martilleaba con
una mano sobre la otra hasta que la arrinconaba, y tenía que saltar por encima para escapar, como rana, para que la otra la persiguiera de nuevo por el teclado. Y de arriba abajo, tan aprisa, que casi me
mareaba tratando de tener mis ojos y mis orejas abiertas. Esas manos brincaban tanto y
se perseguían, arrebatándose el lugar, tan aprisa como nadie vio nunca cosa igual.
una mano sobre la otra hasta que la arrinconaba, y tenía que saltar por encima para escapar, como rana, para que la otra la persiguiera de nuevo por el teclado. Y de
Y todo el tiempo uno podía oír dos tonadas,
¡tan claro!, como el agudo graznido de una gaviota contra el mar encrespado.
Y de
repente alzó las manos y las detuvo en el aire. ¡Por Dios que uno podía oír la melodía escurriendo de sus dedos en alto!
Y cuando volvió a bajar las manos se hundió de lleno en un navegar ligero y
poderoso, alisando la melodía como olas grandes y hermosas rodando sobre la playa, y
se podía sentir cómo que lo subían a uno y lo bajaban en el vaivén del mar. Y
de cuando en cuando metía un chorro de sonidos brillantes, luminosos, como espuma
sobre la cresta de una ola entre las rocas. Y había unos sonidos repetiditos que hacía
temblando sus dedos en un mismo lugar, vuelta y vuelta, hasta que uno creía que se
iba a dar un tropezón. Y luego lo hacía un poquito más arriba, y luego más abajo, y
luego como que los corría juntos por el teclado, hasta que de verdad no me
imaginaba cómo demonios se daba cuenta de lo que estaba haciendo.
De vez en
cuando como que terminaba la pieza, pera él la recogía de nuevo y no le gustaba tener que dejarla, y cuando al
fin acabó, fue el lugar preciso en que debía acabarla.
Podría yo
haber cacheteado a esa gente por aplaudirle luego que terminó. Después de que había tocado tan bien, lo
debieran haber dejado sólo un rato a que se calmara un poco de la emoción.
Le pregunté
a Juanita qué pieza era ésa. Ella me dijo. Pero no le oí bien, y no le quise preguntar de nuevo porque era algo de
"apasionada" y ¡ella es tan joven todavía! Debieran tener cuidado de qué nombres
les ponen a las piezas. Le pregunté si podía tocar ella eso, porque me gustaría oírlo de
nuevo. Se pusieron muy tristes sus ojos, y me dijo:
— ¡Pero no como él, tío Olaf!
Y lo curioso
es que en ese momento vi muy claro el primer barco en que navegué. Y me puse a pensar lo que hubiera yo
sentido si en aquel momento me hubieran devuelto a tierra, y eso me puso triste por algunos
minutos.
Rachmaninoff
estaba ya cansado para esto, y creo que si las demás piezas no hubieran estado en el programa, ya ni las
hubiera tocado, y por mí mejor que así hubiera sido. No sé qué ideas tienen algunas
gentes, que le siguieron aplaudiendo.
Pero luego
que ya había acabado con el programa, obsequió unas dos piezas extras y hasta
entonces fue cuando de verdad se puso a tocar cosas que la gente puede entender a fondo. No me acuerdo de los
nombres, excepto que una era de unos turcos marchando, y ¡vaya si no se fue desde
el principio hasta el fin sin equivocarse ni una vez! Apuesto a que ésa es la que más le
gusta tocar. Uno no pudiera detenerlo una vez que comenzó, pues primero podría uno
detener la marea.
Usted debe
tratar de oírlo tocar alguna vez, sobre todo ésa de la apasionada, Juanita dice que va a seguir tocando por muchos
años, y creo que después de todo hace bien, a ver si mejora un poco. Un poco
más de práctica en una de esas piezas, y con tal que abandone otras por completo, y
tendrá mucho éxito.
Yo le
pregunté a Juanita, como quien no quiere la cosa, si había otro profesor mejor que ese Lorry, y ella me dijo que no. Y
cuando estábamos esperando el tren, le dije casualmente que después de todo había
decidido que siguiera tomando esas clases, pues nadie mejor que yo sabe que se
necesita un piloto para entrar al puerto.
Comenzó a
llorar, pero se secó las lágrimas cuando oyó el silbatazo del tren.
Luego sonrió y me dijo que yo nunca me
arrepentiría.
Yo no le he dicho nada a Felipa. Parece que
al fin y al cabo ya ella y yo estábamos anclados juntos para siempre, a pesar de lo que Lorry
cobra. Pero no protesto. Se me hace que entre más nos vemos Felipa y yo, mejor
nos entendemos.
No es que el mar esté muy tranquilo que se
diga, pero no me olvido de cómo Rachrnaninoff pudo, al fin tocar bien, con sólo que la
gente le diera la oportunidad.
¿Qué tal? ¿Le darían una oportunidad a Rachmaninoff?
No hay comentarios:
Publicar un comentario